Por OLGA GAYÓN/Bruselas
Dormimos en camas distintas y en lugares distantes. Estamos separados sin decirnos adiós. Tú allá sin mí y yo acá sin ti, en esta casa nuestra. Cuando regreso por las noches, veo que la luz de nuestra ventana está sin encender; abro nuestra puerta y donde tú siempre estabas y ahora no, hay hielo, mutismo y, sobre todo, un mobiliario de soledad. Nadie me besa ni me dice «que lindo que ya estás acá».
Allí donde dormimos calentitos, sin más pijama que nuestras pieles, todavía está puesto el edredón tal como lo dejaste cuando partiste a Urgencias, y así seguirá estando hasta que tus manos vuelvan a levantarlo para abrazarme. Nuestra cama es de los dos, únicamente de los dos; uno solo no puede ocuparla porque además de lo inmensa que se hace sin el otro, la ausencia se transforman en desmedida ausencia.
Cinco estaciones de metro nos separan. Entre el hospital donde te hallas y nuestro lugar de libros, vinos, pinturas, cocina y bañera acogedoras hay poca distancia, pero no poder dormir contigo sabiendo que estás tan cerca es una cruel contradicción que me atraviesa el alma. Y aunque tan solo sea por unos días, mientras tu corazoncito vuelve a su ritmo normal, estas noches de tú allá y yo acá me anuncian que debo cuidarte para que nunca, nunca más me toque volver a dormir sola, y que ni por asomo ese corazón que también es mío vuelva a lanzar latidos de auxilio durante una oscura noche de pesadillas insomnes.