Bonjour tristesse: Colombia pesimista

Por YEZID ARTETA*

Fui invitado a principios de año a la Universidad Pedagógica Nacional. Desde mi participación en el 15-M español no había ingresado a un campus universitario en el que se respirara cierto aire contestatario. Iba a la cátedra Alfredo Molano Bravo. Me hacía mucha ilusión recordar a “Alfredito”, como lo llamábamos cariñosamente. Una vez al año nos veíamos en el arrabal de La Barceloneta, el barrio barcelonés donde residió un lustro luego del asesinato del humorista Jaime Garzón. No soportó el exilio y volvió a Colombia para seguir recorriendo la frontera agrícola del país, allí donde ocurrían historias que valía la pena contar.

Comenzamos. El aula estaba medio llena. La mayoría de los asistentes eran profesores y estudiantes. El “profe” que me antecedió en la palabra hizo un recorrido condenadamente pesimista sobre la realidad de Colombia. Cuando me tocó el turno me dirigí al “profe”. Eres, dije, la quintaesencia del pesimismo. El “profe” se puso rojo. Los asistentes rieron. La mayoría de académicos colombianos vinculados a las ciencias sociales parecieran personajes salidos de las páginas de Los demonios, la obra de Dostoievski que describe los rincones oscuros del nihilismo. Luego de una clase de pesimismo, el estudiante puede llegar a la conclusión de que la única alternativa que queda en Colombia es la de descerrajarse un tiro en la cabeza o refugiarse en los efectos dulces de las drogas duras.

No sólo la academia está tachonada de pesimismo, sino también el mundo de los opinadores. Es raro encontrar un columnista en Colombia que ofrezca alternativas. Sólo problemas. Encadenan, como si fuera un sartal de butifarras o chorizos, un seriado de problemas, pero ninguna solución. Lo mismo ocurre en las tertulias de radio y televisión. Una larga lista de analistas, políticos y dirigentes gremiales, francamente aburridos, cuya actitud contrasta con la de un país en el que la mayoría de la gente escucha música, baila, bebe cerveza y asiste a misa con convicción. Emplean, como si el país estuviera al borde de un abismo, un lenguaje trágico y apocalíptico, amén de pendenciero. Debo confesar que el programa de radio que escucho a menudo es el que realizan Hernán Peláez y Martín de Francisco en La W radio. Este par la vacila. Desde una mirada futbolera, te hacen creer en Colombia.

¿Qué es creer en Colombia? No es creer en un gobierno, sino en el país. No somos ni el mejor, ni el peor país del planeta. Hasta las naciones que parecen más prósperas tienen graves problemas. Malmö, por ejemplo, es una ciudad sueca en la que se producen a diario tiroteos y ataques con explosivos. La serie sueco-danesa Bron (El Puente) recrea la creciente y violenta criminalidad que ocurre entre Copenhague y Malmö. Europa es ahora mismo un teatro de guerra. Según el New York Times, la guerra ruso-ucraniana ha cobrado la vida de alrededor de 200.000 soldados —entre los que se cuentan varios colombianos— y 300.000 han resultado heridos hasta agosto  de 2023. Esto sin contar las víctimas civiles. Una carnicería en toda regla. El fascismo, el mismo que ideó los campos de exterminio, asoma la cabeza en países como Alemania, Italia, Hungría y España. La democracia y la libertad peligran. El totalitarismo.

En el mundo rural colombiano encuentras a cientos de adolescentes y niños estudiando, jugado a la pelota o buscándose la vida junto a sus padres. En algunas aldeas europeas, en cambio, sólo observas caseríos abandonados en los que si tienes suerte te topas con alguna anciana esperando la hora de morir. Allá los jóvenes se han ido. No quieren saber nada de las faenas agrícolas. En Colombia la gente, por el contrario, tiene un vínculo real y afectivo con la tierra. En ciudades estadounidenses como Portland o Filadelfia hay barrios completos en los que deambulan como zombis cientos de adictos al fentanilo o la xilacina de uso veterinario. Las ollas de vicio no son un asunto meramente colombiano. Las hay hasta en las ciudades más ricas y encopetadas del mundo. Repito, Colombia no es el mejor, ni el peor país del planeta.

A Colombia volvió una generación de jóvenes que recorrieron mundo. Chicos y chicas de familias corrientes que mediante el ahorro, una beca, un préstamo, el intercambio o aventurando, aprendieron ciencia, arte y oficios en escuelas sofisticadas de Europa y Norteamérica. Son los jóvenes que están transformado la gastronomía, inaugurando librerías con carácter, afianzando la cultura del café, abriendo hostales, montando negocios, diseñando interiores, haciendo cine, fusionando música, ampliando el horizonte cultural, inventando. Si no lo han visto, señores y señoras pesimistas, les invito a que lo vean. Salgan de las carros blindados y las burbujas teoréticas. Crean en el país en el que nacieron. Nacimos.

@Yezid_Ar_D

* Tomado de la revista Cambio Colombia

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