Con la reelección de Nayib Bukele Ortez, El Salvador entra al grupo de los regímenes autoritarios, junto a la Venezuela de Nicolás Maduro Moros y a la Nicaragua de Daniel Ortega Saavedra.
Los tres comparten un creciente desprecio por la democracia representativa, la cual se deslegitima bajo la imposición de la “democracia popular” o el socialismo del siglo XXI, espejismos que sobreviven atados a la entrega de subsidios estatales, la captura de millones de ciudadanos beneficiados de costosas políticas asistencialistas. Y, por supuesto, al sometimiento de los otros poderes públicos de parte del poder ejecutivo. Es decir, los pesos y contra pesos de la democracia desaparecen por arte de magia.
Esa democracia popular o ese socialismo (más bien es una suerte de estatismo) se opone a la democracia liberal. En adelante, quienes asegurarán el cumplimiento de los derechos humanos, los políticos y las prebendas de vivir en democracia son los presidentes, graduados ya como mesías o reyezuelos muy propios de repúblicas bananeras. Les hablarán a unos pueblos sufridos, engañados, pobres y analfabetas. En algo mejorarán sus condiciones de vida, a cambio de lealtad y sumisión.
Hay, por supuesto, otros factores que a diario aportan al debilitamiento de la democracia. Por ejemplo, las disímiles pero insoportables violencias que se viven en las ciudades capitales de naciones como El Salvador y Nicaragua que comparten el mismo fenómeno social y criminal de las Maras. De la mano de la venganza y el cansancio que generan los defensores de los derechos humanos que abogan porque se respeten las garantías procesales de los miembros de las Maras, los admiradores de la mano dura, salen a votar para librarse de ladrones y asesinos.
El garrote que ofrecen Bukele y Ortega los convirtió en una suerte de mesías por haber “salvado” a sus sociedades de las pútridas garras de los bandidos sin linaje, mientras gobiernan de la mano de bandidos de cuello blanco o en el mejor de los casos, gracias al apoyo de familias ricas que respaldan dichos regímenes, a cambio de prebendas tributarias y acciones propias de lo que se conoce como asociaciones público-privadas que solo benefician al cerrado círculo de poder que participa de aquellas cofradías. Al final, a cambio de ese apoyo, Nicaragua y El Salvador empiezan a parecerse en sus modelos de desarrollo (de corte extractivo, esto es, economías de enclave) pues las políticas públicas se tramitan en el Estado, pero se diseñan en los clubes sociales de las familias ricas que sostienen a estos dos sátrapas.
En estos regímenes no hay tiempo para pensar en un modelo de desarrollo diseñado para que estos países alcancen un superlativo bienestar colectivo que permita superar la pobreza y el empobrecimiento cultural acumulado por años de guerras civiles y gobiernos miserables. Claro, no se puede dejar de responsabilizar a sus propios pueblos de haber evitado el esfuerzo de leer y comprender mejor sus historias.
Aunque Venezuela comparte las tristezas que produjeron años y años de un establecimiento que internamente consolidó procesos de desprecio étnico sobre millones de mestizos pobres, su riqueza petrolera sirvió para ocultar el clasismo y el racismo que más adelante Hugo Rafael Chávez Frías supo explotar a su favor, por ser él un mestizo pobre, despreciado por una oligarquía blanca.
Maduro recogió las banderas de Chávez y se atornilló en el poder, no porque él tenga el carisma del fallecido coronel golpista, sino porque quienes crecieron a la sombra del chavismo, como Diosdado Cabello, lograron consolidar un régimen de poder, en detrimento del viejo establecimiento y la derecha tradicional venezolana.
Recientemente, Maduro Moros espetó que “por las buenas o por las malas” va a ganar en las próximas elecciones. Buscará su tercer mandato. El cerramiento democrático en Venezuela es evidente y se expresó con la anulación de María Corina Machado como aspirante presidencial.
El Salvador, Nicaragua y Venezuela son responsables de que millones de sus connacionales hayan salido de sus territorios en busca del “sueño americano” en los Estados Unidos.
Bukele, Ortega y Maduro son tres sátrapas que gobiernan cada uno con su propia idea de democracia. Comparten, eso sí, que bajo sus regímenes “democráticos” no hay competidores legítimos, porque ellos siempre serán los elegidos.
@germanayalaosor