El río Baudó era su única vía de acceso. Pequeños botes se deslizaban en ambos sentidos de forma apacible. Era invierno, y el caserío parecía un gran chiquero lleno de pantano. Todos sus callejones conducían al puerto, donde las champas reposaban amarradas por la nariz como un cerdo argollado para que no las arrastrara la corriente. Encima, la tarde devolvía los reflejos cromáticos de la selva húmeda, sus vapores, sus matices irisados como un paisaje de Turner.
Se aproximaba el día de elecciones en Pie de Pató. El pueblo entero era una fiesta. Los candidatos ofrecían agasajos sin miserias. Por lo implacable del invierno, las elecciones habían sido aplazadas quince días en el caserío, pero dado el estrecho margen entre los dos contendientes en disputa, sus sesenta y siete votos podían ser determinantes para elegir al alcalde ganador del Alto Baudó. Dos embarcaciones cargadas con bultos de cemento, tejas de zinc y ron, habían llegado el fin de semana, y los campesinos desfilaban por el puerto para cobrar el pago anticipado por su voto. En las verbenas, el trago y la comida sobraban, las putas venidas de la cabecera de los ríos mineros hacían su agosto, y a la salida era frecuente ver a los hombres intercambiando los tamales de cerdo que les daban adentro, por un par de chontaduros con miel.
Los representantes de todos los poderes se hicieron presentes. El gobernador, el juez, algunos concejales, el comandante de la policía, el reportero de un medio local y el registrador departamental. Como autoridades políticas, estos fueron recibidos con bombos y platillos por el inspector del pueblo que con música de chirimía los condujo hasta la única casa hotel del caserío. El pueblo no gozaba de alcantarillado ni de agua potable, pese a ser esos los caballos de batalla de todos los alcaldes. Como los puercos se habían convertido en un problema de orden público que a menudo se dirimía en la inspección, este año había una propuesta novedosa: hacer marraneras como proyecto comunal. El creciente auge de los animales impedía el cultivo de yuca, ñame y batata. En adelante, todos los puercos que circularan por ahí a sus anchas sin dios y sin ley serían encerrados o sacrificados.
Igual que todas las casas del pueblo, el hotel estaba construido sobre zancos altos para escapar de las crecientes. Era una estructura de tablas rectangular, no tenía baños, todos debían ir al río. Al registrarse, a cada huésped se le dotaba de un equipo de aseo, que por ningún motivo debía olvidar en la mañana: junto a la llave del cuarto le era entregada una totuma, un estropajo, un jabón y un trozo de palo.
El pueblo estaba gobernado por una dinastía que se alternaba el mando de generación en generación. Para continuar la tradición familiar, el inspector de turno, —un personaje pintoresco—, publicaba todo tipo de decretos caprichosos según su estado de ánimo: decretó inmoral estornudar dentro de la iglesia. Prohibió arrancar las garrapatas a los perros cazadores, porque se volvían flojos. Sería ilegal llevar trajes de colores a un acto fúnebre. En adelante las muchachas que comenzaran a empechar o a empelusar, no se podrían bañar desnudas en el río. Prohibió a los muchachos usar linternas en los bolsillos delanteros del pantalón mientras bailaban. En lo sucesivo, los gritos de una mujer en pleno apogeo, no podrían traspasar los linderos de su propia vivienda. Nadie podía entrar a la inspección descalzo o en pantaloneta. La jornada de trabajo debía terminar antes de la puesta del sol, pues los atardeceres del pueblo estaban en trámite de ser considerados patrimonio poético de la región, según solicitud propia. Quedaban terminantemente prohibidas las peleas de perros durante la hora de la siesta. Rechazar un trago de “biche” en el caserío sería tomado como un agravio. Por decreto, nadie podía cagar en hojas de achín y arrojarlas al río, ya que éstas se abrían al contacto con el agua y en su recorrido atravesaban el pueblo dando un espectáculo grotesco a sus apacibles moradores, que disfrutaban de extensas partidas de dominó en sus orillas cuando caía la tarde; juego que por cierto fue decretado el deporte oficial de la región.
Para la época de elecciones, el inspector dictó un decreto transitorio, que obligaba a las autoridades electorales a hacer sus necesidades una hora antes de abiertos los escrutinios, para evitar tener que abandonar el puesto en el transcurso de los mismos y, eliminar de golpe toda suspicacia o fraude. A las seis de la mañana, al bajar a la orilla del río, el pueblo entero participaba del ritual haciéndoles una calle de honor en su recorrido. Buen momento para conocer a las celebridades personalmente, darles un saludo de respeto o tal vez para romper la rutina. Desconcertado, el registrador fue obligado a volver al cuarto de hotel, pues los nativos le hicieron caer en cuenta que había olvidado el garrote. Una vez en la playa vio cómo sus acompañantes, conocedores de la tradición, bajaban sus pantalonetas y se agachaban en la orilla del monte para hacer sus necesidades frente a todos. Con desmesura conversaban de lo corrompida que se hallaba la juventud en el Chocó, debido en parte a la progresiva pérdida de las buenas costumbres. Sin ganas de cagar, pero siguiendo el protocolo para no infligir ninguna ley, el registrador se puso en cuclillas como los demás y bajó su pantaloneta con recato, mientras escuchaba el ruego de uno de los pobladores que a prudente distancia trataba de venderle un marrano para solventar el estudio de su hijo adolescente. No supo para qué era el palo, hasta que una manada de puercos como jabalíes salvajes, salió del monte con gran tropel hociqueándoles las nalgas y devorando los bollos de mierda que encontraron a su paso.
Un grupo de danzas se instaló frente a la comitiva electoral y la alegría se desparramó por todo el pueblo. Pese a que por su ebriedad fue preciso llevar a uno que otro ciudadano en hombros hasta el puesto de votación, los comicios transcurrieron en orden. Una vez concluida la hora establecida en la ley, luego de ser tocado el himno nacional por la chirimía, se procedió a realizar el escrutinio. Al inicio de la jornada, los dos candidatos estaban separados por 25 votos, pero una vez hecho el reconteo, la diferencia a favor del vencedor se amplió a 151, lo extraño es que en Pie de Pató solo estaban habilitados para votar 67 personas. Fue un rotundo triunfo de la democracia, escribió el reportero.