Por PACHO CENTENO
Siempre que un amigo o conocido pierde a un ser querido, suelo escribirle que éste seguirá viviendo en “la casa de sus memorias”, porque creo que la vida se prolonga a través de nuestras memorias y que éstas, en definitiva, son la razón por la cual hemos venido al mundo, además de intentar ser felices. Creo que Camila fue feliz desde antes de nacer. Solía hablarle cuando estaba encerradita en el vientre de su madre y sentía cómo se movía al escuchar mi voz. Cuando por fin pudimos vernos a los ojos, supimos que ya nos conocíamos de antes. No recuerdo haberla visto llorar de niña, salvo aquella vez que se le enterró una pequeña espina en su dedo índice al intentar acariciar una rosa del jardín. Cuando quise sacársela, detuvo su llanto y me grito: “¡No, Pacho Centeno!”. Con Sandra nos miramos y nos reímos: apenas tenía tres años. Parecía estar de fiesta todo el tiempo: siempre haciendo algo, siempre moviéndose de aquí para allá descubriendo el pequeño mundo que la rodeaba. Aprendió a hablar pronto y a estructurar frases que a todos nos sorprendía por su edad. Solíamos llevarla al auditorio Luis A. Calvo de la UIS, cuando los primeros festivales de cuenteros. Se nos perdía a cada rato. Cuando la encontrábamos, estaba hablando con personas desconocidas del público, contándoles que su papá y su mamá eran quienes organizaban el festival y que su papá también contaba cuentos.
Todos amamos a Camila y ella se dejó amar por todos. Nunca pasó desapercibida a los ojos de los demás, ni en el colegio, ni cuando iba por la calle, tampoco en la UNAB, donde sobresalientemente estudiaba artes audiovisuales. Allí sus compañeros solían decirle “la diva”.
Una vez me cité con Jorge Granados, su padrino de bautismo, en la cafetería de esa universidad. Jorge se había ido a vivir a Venezuela y quería verla. De pronto la vimos pasar a lo lejos: iba de jean cortos, una blusa sin magas, botas media caña de cordón y un sombrero que dejaba ver su cabellera cobriza. Esa vez tuve la impresión de que una estela de luz brillante la seguía a todas partes; la misma luz que entraba por la ventana del cuarto de la clínica cuando me sonrió por última vez. Recuerdo que esa mañana me dijo tranquila, que no me preocupara, que todo estaría bien, que se aburría un poco viendo las horas pasar en aquel solitario cuarto, pero que se entretenía viendo a unos obreros levantar una pared de ladrillos en un edificio al otro lado de la ventana. Al día siguiente la pared estuvo terminada, pero Camila ya no estaba allí, se la habían llevado para intentar reanimarla.
Esa misma noche la abrazamos con Sandra hasta el último latido y la llevamos a vivir a “la casa de nuestras memorias”, donde vivirá por siempre.
La amé con toda mi alma y la sigo amando de la misma manera.