Por GERMÁN AYALA OSORIO
Es muy llamativa la sospechosa preocupación de la Cancillería, el Defensor del Pueblo y el gobierno de Iván Duque por la suerte de los sicarios colombianos (llamados mercenarios) que participaron en el magnicidio del presidente de Haití.
Por supuesto que el Estado debe preocuparse por el bienestar de sus connacionales en el exterior, en particular por aquellos que hacen ingentes esfuerzos por sobrevivir en condiciones dignas, a veces con reglas de convivencia muy disímiles en sus patrones culturales.
Sobre el actuar de esos otros -por fortuna minoría- que salen a delinquir y a violar constituciones ajenas, los mecanismos de verificación para que tengan un juicio justo están garantizados mediante la presencia de los mismos cuerpos consulares del país involucrado. Hasta allí todo normal. Pero en el caso de los asesinos que hicieron parte de la operación sicarial que terminó con la muerte del mandatario de Haití, es evidente que estamos frente a una sobreactuación y un sospechoso interés por proteger a esos criminales.
De entrada, la intromisión de la Cancillería en el manejo personalizado del tema en cabeza de Marta Lucía Ramírez, indicaría que el cuerpo diplomático asentado en la isla caribeña no cuenta con la confianza suficiente para el gobierno de Colombia.
Se suma a la preocupación estatal por los ya célebres asesinos colombianos el senador uribista Ernesto Macías, quien propuso que fueran extraditados para que sean juzgados y se les aplique aquí, en la tierra de la máxima impunidad, las más altas condenas. ¿Sobre cuáles delitos…?
Hay algo que definitivamente no cuadra cuando se percibe que detrás del operativo para asesinar al presidente de Haití están comprometidos agentes militares y empresarios extranjeros, con aparentes conexiones con voceros y miembros del gobierno colombiano y del estamento militar. Verbi gratia, más de una foto de Antonio Intriago, contratante de los sicarios, con Iván Duque y con gente del Centro Democrático.
En síntesis, el interés por la vida y los derechos de esos asesinos a sueldo detenidos en Haití parecería poner en evidencia que desde el Gobierno de Colombia intentan ocultar el entramado criminal (de la extrema derecha latinoamericana) que hay detrás del magnicidio. O sea, estamos hablando de una actuación política que pondría una vez más en evidencia que Colombia es un Estado paramilitar que actúa soportado sobre un aparato mafioso, ejercido a la vez el papel de peligroso actor político para todo el hemisferio.
Los Estados y los ciudadanos están unidos por una serie de principios que aportan a la construcción de una relación que bien puede tornarse tensa, armónica o conflictiva. Cualquiera sea el talante de esa relación, la responsabilidad es compartida.
Para el caso colombiano, en virtud del ethos mafioso-paramilitar de las familias que han capturado el Estado para su beneficio, esa relación deviene tormentosa, compleja, llena de dudas y resquemores. ¿Con cuál autoridad moral llama la vicepresidente Martha Lucía Ramírez a que «los colombianos recuperen la confianza en el Estado, en el ejercicio de la política y en el buen manejo de la función pública”?
Las preocupaciones de Ramírez y de otros agentes estatales por el bienestar de los sicarios colombianos van, justamente, en la dirección contraria. Una cosa es preocuparse porque se les respeten sus derechos, que por supuesto los tienen, entre ellos a un juicio justo; y otra muy distinta es querer ocultar el entramado político-militar que está detrás de la operación que terminó con la vida del presidente haitiano.
Era desde todo punto de vista innecesario trasladar al Defensor del Pueblo Carlos Camargo a territorio haitiano, cuando aquí debe atender asuntos de mayor calado y calibre, por ejemplo los relacionados con el estallido social y la violación de los derechos humanos por parte de la Policía y el Esmad.
Sea como fuere, el tema se presta para que un día de estos un escritor imaginativo escriba una novela «basada en hechos reales» que lleve por título La canciller y los mercenarios.