Por PACHO CENTENO
Vivíamos con mi mujer y mi hija de cinco años en un apartamento ubicado en un conjunto cerrado, al lado de una autopista. El apartamento estaba en el primer piso de la torre B y tenía un pequeño patio con jardín, terraza y televisor.
Solíamos mercar juntos en un supermercado donde también vendían mascotas. Aquella vez no las pude acompañar, así que fueron solas. Cuando regresaron, además del mercado habitual, trajeron un cachorro de color blanco que tenía una mancha negra alrededor del ojo izquierdo.
–Papi, papi, compramos un “ciento un dálmatas” –me dijo mi hija emocionada.
En ese entonces, acababan de estrenar la película “Ciento un Dálmatas” y habíamos ido a verla al cine la semana anterior. Le pregunté a mi hija por qué ese “ciento un dálmatas” solo tenía una mancha negra en un ojo, si los de la película tenían muchas por todo el cuerpo. Mi hija me dijo que según el vendedor los “ciento un dálmatas” nacen con todas las manchas concentradas en uno de sus ojos y que a medida que crecen las manchas se separan y se distribuyen por todo el cuerpo.
Maldito infeliz, pensé, cómo se atrevió a engañar a mi hija de esa manera, porque era evidente que aquello no era un cachorro de dálmata, sino un pequeño pitbull.
Pero mi hija estaba tan ilusionada con su primera mascota, que no fui capaz de decirle otra cosa que:
–¿Qué nombre le pondremos?, cariño.
–Eso, papá, Cariño, se llamará Cariño –me dijo, como si lo hubiese decidido en el mismo instante que le pregunté.
Y Cariño se quedó en nuestra familia y empezó a crecer sin que la mancha de su ojo se le fragmentara.
Tuve que ponerle bastante cariño al asunto de tener un perro de dudoso comportamiento dentro de mi apartamento, y además un perro impostor, pues se dejaba vender como lo que no era.
Los domingos, a eso de las seis de la mañana, acostumbraba sentarme frente al televisor que tenía en la terraza, para ver las carreras de la Fórmula 1 en las que competía el piloto colombiano Juan Pablo Montoya. Nunca antes un colombiano había llenado de tanta gloria al país, como lo hiciera Juan Pablo Montoya durante su época en la Fórmula 1. Tampoco, nunca antes había visto tanto excremento de perro acumulado en un mismo sitio y menos en el patio de mi apartamento. No exagero, pero había un mojón del tamaño del perro en medio del patio, que hasta pensé: ¿cómo puede un perro defecar el volumen de su propio cuerpo?, ¿qué mierda de perro es este?
Yo no sé si a ustedes les pasa con sus mascotas lo que a mí me sucede con las mías, que me vuelvo estúpido con ellas. A mi suele pasarme a menudo. Ese día, en lugar de llevar al perro al veterinario (porque era evidente que no era normal que el perro defecara su propio volumen) decidí que fuéramos en el carro a dar un paseo por los alrededores de la ciudad y llevar a Cariño con nosotros.
No habíamos alcanzado siquiera a llegar a la mitad del recorrido, cuando el perro se hizo adentro del carro… no una, sino varias veces. Así que tuve que bajarme a limpiar el asiento y los tapetes de atrás… no una, sino varias veces también.
El perro me miraba como queriendo decirme: “qué cagada amo, lo siento mucho, pero estoy malito”.
Esa misma noche decidimos, que el cariño que nos teníamos, antes de que el perro llegara a nuestras vidas, era suficiente para seguir viviendo y se lo regalamos a un amigo que siempre había querido tener un pitbull.
Mi amigo a su vez se lo regaló a un amigo suyo que tenía una finca en el Magdalena Medio, por los lados de Barrancabermeja, después de que le hiciera un hueco a la puerta de la nevera, le destrozara los muebles y se le comiera los zapatos, las medias y sus interiores.
Dicen, que cuando desmovilizaron a las bandas paramilitares en Colombia, el entonces comandante Cariño estuvo presente en la ceremonia y se desmovilizó con ellas. Por el tamaño de sus defecaciones, estoy seguro que así fue.
Lástima que los perros no vivan tanto tiempo. Me habría gustado verlo entrando a la JEP para contar sus verdades.