Por GERMÁN AYALA OSORIO
Desde el 28 de abril de 2021 desfilan por las calles de las principales ciudades de Colombia millones de ciudadanos, en su mayoría jóvenes, exhibiendo una ciudadanía políticamente comprometida con la discusión de asuntos públicos que interesan a todos los colombianos.
Hemos visto y participado de actos solidarios con los marchantes y con aquellos jóvenes que en la llamada Primera Línea de Resistencia aguantaron los embates de una feroz fuerza pública, cuyos miembros no solo desconocieron sus legítimos reclamos, sino que olvidaron los protocolos dispuestos para asegurar el respeto de los derechos humanos, así fuera en medio de las reyertas.
Pero los manifestantes no solo fueron atacados por miembros de la Policía o del temible Esmad, sino por “gente de bien”, personas que se organizaron para «hacer valer sus derechos» tratando de impedir su libre tránsito.
A estos “ciudadanos de bien” que violentaron a aquellos otros ciudadanos que bloqueaban vías de acceso, hay que ubicarlos en el paradigma de la euromodernidad: sus discursos vienen anclados a la idea de una supremacía blanca, casi aria, que los hace sentir superiores, mejores personas, con el derecho a disponer de las vidas de esos otros que siguen siendo vistos como premodernos, salvajes, impuros o prescindibles por no cumplir con los estándares estéticos de eso de ser “blanco”, rico, educado y de buenas maneras.
A los “arios de bien” que emboscaron a la Minga en Ciudad Jardín, se suma la reciente amenaza proferida por una médica caleña, dispuesta a pagar a grupos paramilitares para que “asesinen a unos mil indios”. En los dos actos violentos, el uno propio de la violencia directa y el segundo asociado a la violencia discursiva (cultural), se reconoce la animadversión hacia los indígenas, el sentimiento de supremacía y por supuesto, la negación violenta de los procesos de mestizaje de los que hacen parte.
Estas jornadas de protesta, en particular en Cali, sirvieron para que viéramos emerger un tipo de ciudadano que insiste en la idea de que ser moderno es desechar vínculos étnicos y por esa vía denigrar -y si fuera necesario eliminar- todo lo que huela a ancestralidad, a lo comunitario, a lo colectivo, porque creen que debe primar la individualidad. Que a pesar de la pobreza y el desempleo de millones de colombianos, y de la segregación étnica que en Cali suele esconderse bajo la marca Capital Mundial de la Salsa, deben primar los derechos de «la gente de bien». Esa distinción a la ciudad de Cali nos sirve de tiempo atrás, como la alfombra debajo de la cual escondemos el racismo y la discriminación, al tiempo que disfrutamos de las gestas deportivas y artísticas de la población afro que sobrevive en los extramuros del Oriente y en las laderas.
Lo que no parecen advertir la médica caleña y los “arios de bien” de Ciudad Jardín, es que con sus ataques verbales y con sus armas de fuego nos regresaron a los tiempos narrados por Germán Castro Caycedo en Colombia Amarga: “matar indios no era malo, ni mucho menos un delito…pues eran como animales salvajes…