En un país machista, gobernado por la misma élite hace 150 años, donde es cultura el racismo y la homofobia, es toda una revolución electoral que se elija en su principal ciudad a una mujer contraria a esos preceptos.
Claudia es hija de un autodidacta boyacense y una profesora, sufrió la separación de sus padres, vivió su infancia en barrios populares, estudió en colegio de monjas, vio morir a temprana edad a su hermanita en un accidente casero, hizo su vida política en la agitación del asfalto y algo exótico para un perfil de liderazgo colombiano: es mujer. Eso es suficiente para afirmar que su meteórico ascenso político nada tiene que ver con el sello, la marca y la trazabilidad de las pocas familias que se han turnado el poder, la hacienda y el erario en ese país monacal que es Colombia.
Habría que agregarle que ha sufrido en carne propia la molicie del cáncer, el estigma de la “gente de bien” y la advertencia del atentado para indicar que hace parte de la Colombia gobernada y excluida.
El país viene cambiando y no desde este 21N sino desde las elecciones regionales, incluso desde las presidenciales del 2018 en donde todo el establecimiento debió unirse (caso único) para frenar a Gustavo Petro, y de ese nuevo país hace parte en su línea de dirección Claudia López.
En poco tiempo Claudia se convirtió en un referente. Hizo parte de la generación que impuso una nueva carta política, luego los medios la descubrieron y la volvieron tertuliana habitual, le sirvió su contundencia argumentativa y el tono de su voz, que en esa época no incomodaba. Pronto se hizo contar en las urnas, llegó al Senado, se batió contra el paramilitarismo y la corrupción. Y pasó de largo, siendo fórmula presidencial, para recalar en su gran logro personal, hasta ahora, ganar la alcaldía de Bogotá.
Es una mujer estudiosa que no se arredra ante las dificultades; por el contrario, los obstáculos son su estímulo vital. Se pone metas de listones altos y las cruza con tenacidad.
Ha tenido derrotas, pero tiene la habilidad para convertirlas en victorias. Es el caso del Estatuto anticorrupción, se perdió pero se ganó, fue una faena casi solitaria que la consolidó como referente nacional; de inmediato asumió otra travesía épica: ganar Bogotá, lanceando espadas a todos los flancos. Adversó al candidato del establecimiento, asumió el fuego amigo de la izquierda agrupado en torno al petrismo y supo sortear el envite del propio centro, su nicho natural.
Por cierto, su gran acierto político es descubrir, conquistar, y consolidar la opción de la centralidad en el espectro electoral colombiano. Su apuesta es urbana, moderna, interlocutando con las nuevas ciudadanías, reduciendo el radicalismo ideológico que tanto daño le ha hecho a la izquierda, pero a su vez diferenciándose de los partidos tradicionales y las posturas neoconservadoras. Quiere ayudar a construir el nuevo país en función de las nuevas vertientes que cada vez se ensanchan más y qué además de señalar, quieren hacer.
Su norte o su sur lo labra haciendo equilibrio en el filón de las nuevas ciudadanías: no caer en la pendencia de la consigna contestaría que arrastra con dificultad los dogmas de los 60s y 70s, pero tampoco dejarse cooptar por el rancio modelo bipartidista que sigue invicto luego de 150 años de cogobernar la nación. ¿Logrará Claudia su cometido? Muy pronto veremos en la ejecución de políticas en la administración de Bogotá qué tanto hay de alternativo, progresista, social y ambiental, o si definitivamente debemos acostumbrarnos a seguir soñando en función de las consignas.