Por HUBERT ARIZA*
La guerra en Colombia siempre ha estado teñida de horror y sangre, un arcoíris de dolor ha dominado el horizonte por décadas y dejado una estela de muertes, desaparecidos, desplazados, fosas comunes, falsos positivos, víctimas anónimas y mártires. Y, también, acuerdos de paz, unos cumplidos a cabalidad, en la década del noventa del siglo pasado, y otros, languidecidos en el tiempo, firmados hace apenas unos años, después de un mar de euforia, esperanzas y océanos de titulares.
Hoy esa guerra tiene un tono plateado, producto de destellos de bombardeos e intensos combates en medio de las montañas del departamento del Cauca, dominadas durante décadas por las guerrillas de las FARC, primero, y ahora por las disidencias de esa organización, comandadas por Iván Mordisco. Allí también hacen presencia el ELN y el Clan del Golfo, que sobreviven gracias a la minería criminal, la extorsión, el secuestro y el negocio de la coca.
La actividad criminal ha sido abonada con plomo, mercurio y sudor de milicianos enmontados que han oprimido a las comunidades ancestrales y desafiado la democracia, el Estado y la política de paz total del presidente Petro, quien contradice con autoridad y sensatez el llamado de quienes buscan devolver el péndulo de la historia a los años de guerra total, tierra arrasada, cero negociaciones de paz y falsos positivos.
Tras casi siete décadas, el conflicto armado interno en Colombia no encuentra el punto de cierre definitivo y, por el contrario, se transforma de manera permanente, encontrando la forma de resistir y mutar a nuevos estadios de horror y sufrimiento, reclutando nuevos guerreros, mientras surgen nuevos liderazgos que amenazan el futuro de la democracia, con ejércitos privados, señores de la guerra, narrativas para justificar en nombre del pueblo la opresión de la población, el control de los territorios, la supresión de la democracia, la imposición de regímenes de terror y desafío al Estado.
A pesar de muchos esfuerzos, Colombia sigue siendo laboratorio de guerras, en un mundo en erupción que tiene puestos los ojos en Ucrania o Gaza. Es, además, una nación con una geografía bendecida con recursos naturales y una población resiliente, que no se rinde ante la adversidad e insiste, sin miedo, en defender la democracia del asalto permanente de la ilegalidad y el odio.
La recuperación por la legalidad del corregimiento de El Plateado, en el corazón del Cañón de Micay, zona estratégica que conduce al litoral Pacífico, es la respuesta del presidente Petro al desafío de una guerrilla desideologizada y desconectada de la población urbana, incapaz de ganar la guerra o lograr la paz, dedicada a las economías ilegales, que ha cruzado todas las líneas rojas y despreciado la mano tendida del Estado, no una, sino muchas veces, cuyo único norte pareciera permanecer en el tiempo echando plomo y mercurio a los ríos, destruyendo la naturaleza, matando el mañana, sin posibilidad alguna de derrotar al Estado.
En El Plateado, el presidente ha lanzado una ofensiva militar de recuperación de ese territorio, olvidado por otras administraciones que dejaron crecer el problema hablando de victorias militares sin llegar con ayuda real a la población. Petro envió una avanzada del más alto nivel gubernamental para llevar una oferta institucional de transformación social. Se trata, como lo pidió durante años la sociedad civil, de que el Estado llegue a donde no ha estado, y su presencia no sea una foto que se borra a los pocos días, sino un hecho contundente que cambie la vida de las personas, con hospitales, escuelas, carreteras y oportunidades.
El clamor hoy de la sociedad civil que cree en la paz es que El Plateado deje de ser un enorme laboratorio de guerra y destrucción y se transforme en un laboratorio de vida, donde garantizar que siempre habrá semilla para revivir la democracia.
No es una tarea sencilla. Es una misión compleja, de largo aliento, que demanda inteligencia, coraje y enorme esfuerzo fiscal, para redireccionar recursos nacionales y regionales, y coordinación interinstitucional en el que se escuche y valore la voz de las autoridades regionales y las organizaciones sociales. El reto es lograr que un Estado investido de autoridad, pero también de solidaridad, democracia e institucionalidad llegue a territorios dominados por la incertidumbre de la guerra. Un Estado justo que libere, no que oprima con el fuego y la desconexión con las comunidades, como ocurrió durante décadas en que se creyó en teorías revaluadas de lucha contra el terrorismo y el enemigo interno.
Colombia tiene hoy la oportunidad de consolidar una nueva estrategia para ganar territorio para la vida, la libertad y la democracia. Aplicar el Plan Nacional de Desarrollo, llevar a las regiones su mandato, llegar con una escuela, un hospital, una carretera, un camino vecinal, un escenario deportivo, un espacio lúdico será un argumento poderoso en la transformación de la vida de los jóvenes a quienes atrae el destello plateado del dinero fácil, el poder transitorio de las armas, y las balas de plata que matan la esperanza y se roban el mañana. Un joven con oportunidades que ve transformar su territorio no será carne de cañón de guerras fracasadas.
Con la ofensiva en El Plateado, además, el Gobierno le ha quitado la almendra a la narrativa de la oposición más radicalizada, según la cual Petro, el firmante de paz que mantiene en alto la bandera del M-19 y la proclama de la lucha por el poder, desafiando la ofensiva de un golpe de Estado y del lawfare, está al servicio de la ilegalidad, mantiene a la fuerza pública con las manos atadas y las disidencias son jefes de debate de la eventual reelección del proyecto político petrista.
La estrategia militar en marcha, asimismo, tiene un enorme componente político. Un cambio de doctrina. No se trata solo de combatir y reducir la capacidad de daño de las disidencias y los carteles de droga, golpear su infraestructura económica y fuentes de financiación, y demostrar que el Estado es capaz de llegar a cualquier rincón de la geografía porque no hay zonas vetadas por la ilegalidad, sino de liberar, además, a las comunidades del yugo opresor de los fusiles de la criminalidad organizada, que suplantan los liderazgos sociales, asesinan a quienes contradicen sus órdenes o defienden su territorio. Se trata, en esencia, de llevar la Constitución en donde rige un orden de sumisión e irrespeto a los derechos humanos, instrumentalizando a las comunidades.
Esta nueva página del conflicto armado y la consolidación del territorio se da, además, cuando Colombia es anfitriona en Cali de la más importante cumbre ambiental del planeta y ratificará su liderazgo en la construcción de una agenda global que garantice minutos extra en el reloj que marca la existencia del hombre sobre la tierra.
La COP 16 será escenario para ratificar el compromiso del Gobierno nacional con la paz con la naturaleza y en defensa de la vida de las especies, pero ojalá también lo sea para que se comprometa y logre recursos de cooperación internacional para garantizar la vida de los lideres ambientales, que son en su gran mayoría las víctimas de la acción de los grupos armados ilegales.
Ojalá la proclama final de esa cumbre incluya un llamado mundial por la defensa de la vida de quienes defienden la vida y son exterminados en medio de la mayor impunidad sin que se escuche el coro “nos están matando”. La agenda verde reverdece en un país que urge superar 70 años de un conflicto armado plateado que hiede y duele.
* Tomado de El País América
Foto de portada, tomada de El Espectador
Muchas gracias. Lo escrito nos traslada a ese lugar e imaginamos que su gente quiere el Cambio. “ Soñar no nos cuesta nada…”.