Confieso que he vivido… una depresión

Por JORGE GÓMEZ PINILLA

Vengo de atravesar por un túnel oscuro que me tuvo a punto de tomar una decisión fatal. Para explicarlo con buen humor diré que, como en la canción de Roberto Carlos, “era prohibido fumar y me encontré con dinamita”.

El punto de partida es la convicción de que todos somos esclavos del azar: mientras a unos los favorece con la dicha o la fortuna, a otros los desbarata con la desgracia.

Esta historia -humana, demasiado humana- arranca con la pandemia del Covid, por los días en que anuncié la publicación del libro Los secretos del asesinato de Álvaro Gómez, el cual tuvo tal acogida que Julio Sánchez Cristo me entrevistó en la W Radio y lo anunció como “el libro del momento”, y dijo que el lanzamiento en la Librería Lerner previsto para el lunes siguiente sería todo un éxito. Pero debí corregirlo porque justo ese día, lunes 15 de marzo de 2020, comenzaba la cuarentena decretada por el gobierno, cuando todo el mundo entró a prisión domiciliaria. (Ver entrevista).

Sea como fuere, entre marzo y octubre se vendió la primera edición por Internet, y cuando preparábamos la segunda para diciembre, salieron las Farc a decir que ellos habían matado a Álvaro Gómez. Y mi libro, como le comenté jocosamente a un amigo, quedó valiendo “tres tiras de mondá”. Entre paréntesis, hoy estoy en la tarea de demostrar ante la JEP que mienten, que hay un acuerdo por debajo de la mesa entre esa gente y los verdaderos autores, y el día que lo demuestre mi libro será reivindicado. Palabra que sí.

Y va una segunda jugarreta del azar: yo tenía la fortuna de contar con un verdadero padrino o mecenas, un exalcalde de Bucaramanga amigo mío que desde el primer día corrió con todos los gastos de ElUnicornio.co, portal de noticias que habíamos creado el año anterior. Pero al mecenas lo agarró el Covid… y el Covid lo mató. Y El Unicornio quedó huérfano, y desde ahí ha tocado a punta de Vakis, como muchos otros medios independientes.

Por esos mismos días recibo una llamada de Ariel Ávila, quien me cuenta que se va a lanzar al Senado por Alianza Verde y me propone que sea su fórmula a la Cámara en Santander, con una condición: que deje de hablar mal de Sergio Fajardo, a quien él y su partido apoyaban. Además, debía abandonar mi columna en El Espectador. ¿A cambio de qué? A cambio de perder mi independencia… para pasar a ganar más de 30 millones de pesos mensuales.

De las consultas que hice, recuerdo en especial la respuesta de mi hija menor: “¡Papi, por favor, no lo tienes que pensar dos veces! ¿Imagínate la fortuna que vas a ganar!”.

Al final preferí desobedecerla y no lanzarme, porque si me ‘quemaba’ me quedaba sin el pan y sin el queso, o sea sin curul y sin columna. Ahora bien, cuando salió elegido su fórmula a la Cámara, Cristian Avendaño, comprendí que con Ariel habría ido a la fija. Y para rematar, la amarga paradoja: no quise meterme a la política para no perder mi columna en El Espectador, pero terminé perdiéndola por otra jugarreta del azar.

Me explico: el 15 de junio de 2022, cuatro días antes de la elección presidencial, por cuenta de haber publicado tres malditas palabras al final de un trino, se trastocó mi vida entera. Con motivo de la publicación de una columna titulada La hija de Rodolfo y un hospital psiquiátrico (que yo había anunciado minutos antes), recibí una llamada del entonces candidato para preguntarme yo de qué iba a hablar, y le contesté que al día siguiente se enteraría. Y colgué, y en un carrerón publiqué un trino donde conté que Rodolfo me había llamado. Y rematé así: “lo noté preocupado”.

En la publicación de ese trino hubo una jugarreta del destino, donde se mezclaron la vanidad y el azar y sembraron el germen de la depresión posterior. Recibí esa llamada justo cuando llegaba a casa de una amiga que me había invitado a almorzar, y por cortesía con ella me desentendí del Twitter hasta bien entrada la tarde. Craso error. Cuando volví al Twitter, lo primero que pensé fue “trágame tierra”. Había despertado una avalancha de expectativas magnificadas al 10.000 por ciento, pues toda Colombia daba por hecho que mi columna del día siguiente habría de aplastar la candidatura a la presidencia de Rodolfo Hernández.

Y cuando eso no ocurrió, fui sometido al más horroroso matoneo por parte del uribismo, el rodolfismo y el fajardismo unidos, donde se me acusaba básicamente de haberme metido con una hija del candidato. Para colmo de males, en medio de esa tormenta perfecta le pregunté al director de El Espectador si creía que debía retirar la columna y él estuvo de acuerdo. Ahí hubo un segundo error -compartido con Fidel Cano- si hemos de creerle a lo que luego me dijo Gerardo Reyes, director de noticias de Univisión: “Usted no debió haber retirado la columna porque tenía una versión que contrastó con el afectado, quien no la negó. Y adquiere relevancia cuando Hernández no la rechaza”.

Contrastarla quiere decir que en esa columna yo conté que le había dirigido un cuestionario con 15 preguntas a Rodolfo, que incluía esta. “Una fuente cercana a su familia asegura que en 2008 vio a su hija Juliana recluida en el Instituto del Sistema Nervioso de Oriente (ISNOR) de Bucaramanga, cuando fue allá a visitar a un amigo. ¿Es cierto o falso?”. (Ver preguntas)

Él nunca respondió, ni esa ni las otras 14 preguntas, pero quedé matriculado en eso que ahora llaman la cultura de la cancelación. O sea, quedé CANCELADO para la vida laboral, porque ningún otro medio me quiso como columnista ni como nada, con la consecuente pérdida de generación de ingresos.

¿Y cuál fue mi gran pecado? Haber escrito una columna donde conté que una persona cercana a la familia de Rodolfo Hernández dijo haber visto a una hija suya en una institución psiquiátrica.

Lo cierto es que la sumatoria de esas dificultades fue dando paso a un estado de zozobra creciente, que luego se transformó en depresión. Y una mañana desperté invadido por un sentimiento tanático, autodestructivo, y publiqué este trino: “Siento una compasión infinita por la gente que se suicida. Tienen que estar atravesando por una situación de total desespero, hasta el punto de querer atentar contra su vida. Espero nunca llegar a eso, aunque no lo descarto. El palo no está para cucharas”.

Fueron muy variadas las reacciones, muchas de solidaridad, pero otras cuestionaban que yo hubiera hecho pública una situación tan personal, tan íntima.

En este contexto la mejor ayuda -si así se le puede llamar- provino de mi mejor amiga y confidente, una colombiana residente en Francia, quien en una sola llamada me aplicó una terapia de shock: con sonoro acento costeño expresó su asombro al descubrir que estaba tratando con un cobarde, que ese no era el modo de enfrentar una dificultad pasajera, que si por algo me admiraba era porque me veía como al protagonista de Corazón valiente, alguien que investido de coraje había enfrentado a los más terribles enemigos, comenzando por Álvaro Uribe. Y colgó.

Esa llamada con regaño a bordo constituyó una gran ayuda, sí señores, pues comprendí en modo de epifanía que había dejado ver en mí un estado de debilidad, y eso es como mostrarse desnudo. Y nadie lo va a reconfortar ni a aplaudir por eso, sino que le van a decir: vístase, que así se ve muy feo.

De modo que hoy puedo afirmar, como el apóstata converso: he visto la luz. Esto se traduce en que nunca más me verán por aquí -ni por allá ni por acullá- escuchar de mí una quejumbre, porque he aprendido la lección: si te sientes deprimido o destrozado, saca fuerzas de donde no tienes. Si te pones a contar lo que te pasa, solo estás contribuyendo a que te acaben de destrozar.

Ya para terminar, hago votos para que la amiga y confidente que me encaminó de nuevo por la senda perdida atienda este llamado, donde en gesto de gratitud por su terapéutica diatriba le dedico esta canción de Alejandro Lerner: Volver a empezar. Escúchenla y captarán mejor el sentido de lo que dije aquí.

@Jorgomezpinilla

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