La implosión de las disidencias de alias ‘Iván Mordisco’ constituye un elemento clave para que vayamos pensando en revisar el sentido de la categoría con la que en los años 60 se «bautizó» la violencia política armada en Colombia: Conflicto Armado Interno. Ese nombre ya no representa y mucho menos recoge las dinámicas de los grupos al margen de la ley que sobreviven en el país. Que el presidente Petro insista en abrir y sostener diálogos y negociaciones de paz no es suficiente para que dichas acciones de pacificación alcancen la legitimidad necesaria. Dirán los expertos que por el solo hecho de que el gobierno los reconozca como actores políticos, nombre equipos negociadores e instale mesas es suficiente para alcanzar esa legitimidad social y política que se requiere. Creo que no.
Esa legitimidad se vuelve un espejismo si al revisar el compromiso de hacer la paz de esas estructuras armadas lo que encuentra el país, el propio gobierno, los delegados de los países acompañantes y la propia ONU es que a sus comandantes les interesa ganar tiempo para rearmarse, adelantar actividades de adoctrinamiento y el mejoramiento de las condiciones en las que operan sus actividades económicas ilegales (narcotráfico y minería); estas últimas son el factor que los hace dudar en la conveniencia de dejar las armas para ir a vivir de sembrar aguacates o tomate de árbol. Como tampoco les interesa tener una curul en el Congreso. Les es más rentable seguir en la «guerra». Esa es la verdad.
La presencia otoñal de esas «guerrillas» deviene en tara histórica, cultural y política de los grupos armados ilegales, atada por supuesto a los fallidos procesos civilizatorios de cientos de miles de colombianos que terminan haciendo parte de esos grupos armados, bien porque son obligados o por todo lo que representa en esa Colombia olvidada portar un fusil y ejercer la «autoridad» exhibiendo poder económico y capacidad militar. Y claro, no se descarta que la militancia se dé por cuenta del convencimiento de unas ideas instaladas en manuales y doctrinas que no pueden ser confrontadas porque se asumen como una verdad revelada.
Bajo esas condiciones, entonces, aparece el ELN, una organización compleja por su carácter federal y la consecuente autonomía de sus frentes. A pesar de la crisis de liderazgo que exhibe Antonio García, ese grupo insiste en que es una estructura monolítica. García, Gabino y Pablo Beltrán morirán de viejos y con las botas puestas, circunstancia que confirma que jamás supieron encontrar el camino de la paz porque se quedaron «reflexionando» alrededor de viejas doctrinas y de la búsqueda de un sueño revolucionario que solo tiene cabida en un país de cucaña; y del otro, las disidencias farianas en las que se distinguen aquellos frentes que no se acogieron al proceso de paz de La Habana, o el grupo que lidera Iván Márquez, la Segunda Marquetalia, quien decidió retomar las armas obligado por las acciones de entrampamiento que contra Jesús Santrich y el propio Luciano Marín, alias ‘Iván Márquez’ coordinaron y ejecutaron, de acuerdo con versiones políticas e interpretaciones judiciales, la Fiscalía de Néstor Humberto Martínez Neira y la CIA.
Insisto en que es improcedente llamar conflicto armado interno a la operación mafiosa de unos frentes guerrilleros, de elenos y exFarc, conectadas claro está con acciones como el terrorismo y el narcotráfico. De esa manera adquieren un carácter prepolítico que les impide alcanzar la legitimidad suficiente para que el gobierno de Gustavo Petro y el que vendrá en el 2026 insistan en negociar con estructuras armadas con un borroso proyecto político y con serios problemas de cohesión ideológica y política.
La conexidad que en La Habana se logró reconocer entre el narcotráfico y la naturaleza política de las entonces Farc-Ep tiene unos límites temporales, históricos y políticos que están inexorablemente atados a la imagen, a la consistencia y coherencia ideológica y política de las disidencias. Los reiterados ataques a estaciones de policía, bases militares y blancos civiles en ciudades y pueblos en lugar de permitirles recuperar el carácter revolucionario con el que surgieron en los años 60, los aleja de cualquier posibilidad de alcanzar algo de respaldo social. Por el contrario, la forzada legitimidad con la que hacen presencia en las zonas en las que ejercen control territorial lo único que les asegura es el repudio silencioso de la población civil sobre la que ejercen disímiles formas de dominación.
Insisto entonces en que la implosión de las disidencias y la presencia otoñal del ELN representan la crisis de sus proyectos políticos y en consecuencia se van consolidando como una tara civilizatoria. Esa tara debería de llamar la atención de la ONU para dejar de acompañar esfuerzos inanes de paz que resultan costosos y desgastantes. Es un equívoco pensar que la división interna de las disidencias de ‘Iván Mordisco’ es un logro de los actuales procesos de negociación y conversación. Lo que realmente significa esa implosión es la extensión en el tiempo de una tara que parece insuperable.
@germanayalaosor