De Sergio Urrego a Catalina Gutiérrez: una tragedia infinita

Faltando apenas dos semanas para el décimo aniversario de la muerte trágica de Sergio Urrego, estudiante de grado 11 del Gimnasio Castillo Campestre que decidió lanzarse desde la terraza del Centro Comercial Titán en Bogotá el 4 de agosto de 2014, Catalina Gutiérrez Zuluaga, residente de cirugía en la Universidad Javeriana, decidió poner fin a su existencia. Ambos llegaron a esa decisión tras no aguantar más el maltrato, la humillación y el acoso. Aunque en distintos momentos del ciclo vital, uno y otra tenían una vida prometedora por delante, más futuro que pasado, pero no aguantaron. Y ambos estaban en un escenario parecido: una institución educativa donde se supone que el ambiente debe ser propicio para el aprendizaje, no para relacionamientos jerárquicos que se parecen más a los de una cárcel o de una guerrilla que a los de un colegio o universidad.

Lo que se puede inferir de la noticia de Catalina (y de tantos otros casos que ahora han salido a la luz) es que cuando una persona entra a una sala de cirugía bajo anestesia quizás está poniendo su vida en manos de personas altamente traumatizadas y crueles, víctimas de una cadena de maltrato y unas jerarquías propias de la milicia. O de monasterio, pues bien sabemos que la Javeriana se jacta de su confesionalidad anteponiendo el adjetivo “pontificia” al nombre.    

Médicos de varias cohortes de la residencia de la Javeriana, así como de otras universidades, han decidido dejar claro que el caso de Catalina no es único; han sumado sus voces para que se detenga de una vez por todas este injustificable maltrato. Los hechos de algunos de estos relatos sucedieron hace 15 o 20 años, y si bien no por ello son menos graves, los actuales podrían estar rayando en la comisión de un delito. La Ley 1917 de 2018, también conocida como Ley de residentes, reglamenta el sistema de residencias médicas y establece, entre otras cosas, remuneraciones mínimas y tiempos de servicio máximos para los residentes. No prohíbe, por supuesto —pues se escapa de su alcance— los insultos y las expresiones de machismo y clasismo, así como otras expresiones de acoso y de invalidación, como las humillaciones delante de pacientes.

Así como el caso de Sergio Urrego llegó hasta la Corte y llevó a la condena de Azucena Castillo, la exrectora del colegio donde se dio el acoso, el Castillo Campestre, el caso de Catalina Gutiérrez no puede quedarse en un comunicado de la Pontificia en el que lamentan profundamente el hecho y prometen, en sus palabras, las típicas «investigaciones exhaustivas» que casi siempre conducen a nada. Para que las cosas cambien deben darse no solo destituciones de quienes, desde su pedestal de eminencias, hacen más daño que bien a la medicina, sino también quizás procesos penales que conduzcan a que haya justicia. Es una responsabilidad ética de las víctimas que sobreviven emprender acciones que conduzcan a establecer si hubo dolo o no de docentes en la muerte de Catalina. Amanecerá y veremos.

@cuatrolenguas

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