Del poder y la demencia

La salud mental es una sombra que acecha a los presidentes de todas las naciones y tendencias. No es para menos, pues atraen demasiada atención sobre sí mismos y están sometidos a responsabilidades mayores que las de cualquier otro ciudadano. Por ello mismo, también se convierte en un arma de competencia política, de modo que con pruebas o sin ellas es usual que a los presidentes o candidatos se les acuse de no estar en sus cabales.

Distinto es ver al Joe Biden senil enredarse en sus propios balbuceos, asumiéndose una mujer negra o diciendo que vencerá a Trump en 2020, y vaya a saber uno cuántos comportamientos erráticos suyos se darán al margen de las cámaras y los micrófonos. Su senilidad parece avanzar a pasos agigantados, como sucede en estos casos, pero, aun así, él y su partido se empeñan en mantener esa candidatura.

Ahora bien, la historia del coctel de poder y salud mental en la Casa Blanca no es nueva; muy al contrario, desde el siglo XIX se tiene registro de presidentes con distintas alteraciones psiquiátricas, entre las cuales predomina la depresión, pero se incluyen también algunos rasgos psicopáticos, crueldad y, cómo no, narcisismo.

Un caso particular es el de Franklin Pierce (1853-1857), quien, por cierto, tuvo una vida trágica: todos sus hijos murieron en la infancia, el último, poco antes de su posesión. Bebedor consumado, Pierce terminó muriendo de cirrosis en 1869; la historia lo recuerda como el peor presidente de los EE. UU. Otro, de los más psicopáticos, es el guerrerista Andrew Jackson (el héroe de Donald Trump), quien gobernó entre 1829 y 1837 y convocaba a sus subalternos a tomar dictados mientras él orinaba o defecaba. En fin, en esa lista entran John Adams (1797-1801), Theodore Roosevelt (1901-1909), Woodrow Wilson (1883–1886), Richard Nixon (1969–1973), Ronald Reagan (1981-1989) y hasta Bill Clinton (1993–2001), este último por su impulsividad sexual, la misma que le dio fama y fortuna a Monica Lewinsky.

Colombia, por supuesto, no es excepción en el inventario de mandatarios con mayor o menor locura, y en esa lista figuran nombres como los de Manuel Antonio Sanclemente (1898–1900), quien le sucedió, José Manuel Marroquín (1900–1904) y Laureano Gómez (1950-1953), en cuyas particularidades deberá ahondar el lector, si así lo desea, al margen de este espacio. Más recientemente, Virgilio Barco empezó a dar señales de deterioro mental aún en el ejercicio de la presidencia (1986-1990). En el vecindario es imposible olvidar a Abdalá Bucaram, el excéntrico presidente de Ecuador cuyo mandato solo duró seis meses, tras los cuales salió por la puerta de atrás: destituido, huyendo a Panamá y dejando atrás escándalos de corrupción sin igual.

Sin embargo, no es ninguno de los anteriores el caso más llamativo en la región. Si hacemos una pequeña concesión en nuestra lista y admitimos en ella a alguien que casi fue presidente, el premio es para Diógenes Escalante en Venezuela. Corría el llamado periodo entreguerras, y después de haber sido representante de su país en la Sociedad de las Naciones y enviado a Ginebra para defender la postura venezolana en un diferendo limítrofe con Colombia, fue también cónsul en Hamburgo y embajador en Londres y luego en Washington, donde logró entablar amistad con Harry Truman poco antes de que este último fuera elegido presidente de los Estados Unidos.

Estando en Washington fue llamado para suceder al presidente Isaías Medina Angarita. En ese entonces, al presidente venezolano lo elegía el Congreso, y ya estaban listas las mayorías. Pero en la previa de su nombramiento, cuando fue citado al Palacio de Miraflores para ultimar detalles, su locura detonó intempestivamente, y empezó a decir incoherencias desde ese momento hasta su muerte, nueve años después, en Miami. Ese día fue necesario notificar su enfermedad al Congreso y al país, que también estaba listo ya para la noticia de su investidura. Y en esta categoría de los que casi fueron presidentes, Antanas Mockus en Colombia fue candidato muy opcionado ya con un diagnóstico de Párkinson y apenas algunos años de lucidez por delante; no se ha vuelto a saber de él.

Pero volvamos a los tiempos actuales. A Gustavo Petro, cuya inteligencia es reconocida incluso por sus opositores, se le ha inculpado de padecer Asperger (lo cual, de ser cierto, no minaría su capacidad de gobernar), de ser adicto a las drogas y de cancelar o llegar tarde a demasiados compromisos de su agenda, como si fuera una particularidad exclusivamente suya. Sin embargo, se trata de una presidencia en la que hasta la lista del mercado de la Casa de Nariño ha sido objeto de escrutinio, como en ninguna otra. Al parecer, la enfermedad mental de Petro solo existe como arma política de la oposición.

En Argentina, en cambio, detenta el poder un hombre narciso hasta el delirio, que habla con su perro muerto y dice escuchar a Dios a través suyo y cuya biografía, escrita antes de que fuera presidente, lleva por título El loco.

Esa tragedia argentina está por ocurrir en los Estados Unidos. Al seguir en pie la candidatura de Biden, el país tendrá que elegir al próximo presidente entre un viejito gagá y un hombre que padecería de Trastorno Narcisista de la Personalidad (TNP), según algunos prestigiosos psiquiatras; ya son al menos tres los libros publicados sobre la salud mental de Trump.

Así las cosas, el próximo 5 de noviembre cada norteamericano tendrá que votar repitiendo entre dientes la consigna nacional, In god we trust, y que sea lo que Dios quiera. 

@cuatrolenguas

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