Donald Trump y el teatro del absurdo

Por CARLOS G. AGUDELO C.

La situación política estadounidense es cada vez más compleja e impredecible, en lo que parece una situación de crisis crónica insostenible.  

Sin que resulte sorprendente, llama la atención que Donald Trump ha recibido mensajes de gran parte de mandatarios del mundo deseándole una “rápida recuperación”, incluyendo uno de Joe Biden. Estos mensajes hablan de “plegarias”, “buenos pensamientos”, “buena salud” y otros lugares comunes que, dadas las circunstancias y el personaje, plantean un escenario surrealista, porque las buenas intenciones chocan brutalmente con la percepción verdadera que el personaje genera. El caso es que el mismísimo presidente de la nación más poderosa del planeta está enfermo de Covid y nada tiene de raro que se agrave con el tiempo, dada su edad, sus 228 libras de peso, su propensión a la tensión alta y otras características que lo colocan en el rango de alta vulnerabilidad.

La condición de infectado, sin embargo, hace de Trump una víctima de las mismas condiciones que por acción u omisión contribuyó a crear, al hacer prácticamente todo mal en relación con la pandemia. Por eso, independiente de que no se le desee mal a nadie (hmmm…), el suceso debe producirles un fresco a quienes se sienten humillados y ofendidos por su existencia en este planeta. “Se le dijo, se le advirtió, se le recomendó…” decía el venerable Hebert Castro.

Sea como fuere, Trump se pasó la científica advertencia por la faja y ahí está, ‘encuarentenado’ con su mujer y tratando de encontrar una forma de sacarle algún provecho a la broma cruel que le ha jugado el destino. De hecho, cada una de sus concentraciones tenía la connotación de desafío a todas las recomendaciones de los científicos y de muchos funcionarios de su propio gobierno en cuanto al uso de máscaras, distanciamiento social o reuniones a puerta cerrada, las cuales politizó sin vergüenza hasta que el virus aceptó la invitación y le llegó la peste.

El candidato Trump debe suspender su campaña electoral a un mes de las elecciones presidenciales. Es de prever que a falta de plaza pública y si no se agrava, se produzca una hemorragia de tweets en los que trate de revertir la encunetada en la que se ha metido su reelección presidencial. Ya no habrá más discursos en los que regurgite insultos y mentiras, como ocurrió con la vergonzosa y patética demostración en el debate presidencial, dónde peló el cobre y se derramó en una prosa que a más de uno le puso la carne de gallina. Esto ocurrió días después de que The New York Times revelara sus finanzas y la naturaleza fraudulenta de su situación económica, que es todo lo contrario a lo que siempre ha sostenido.

Lo verdaderamente sorprendente es que, a pesar del tsunami de historias reveladas en docenas de libros e investigaciones periodísticas, de los muchos procesos judiciales en su contra, incluyendo un juicio político en el Congreso, de su relación con Putin, Xi Jinping y otros dictadores, de su errática y desastrosa política exterior, del desmantelamiento de leyes sobre salud y medio ambiente, de su racismo latente y su odio contra los inmigrantes, de su misoginia y de las cerca de 25.000 mentiras comprobadas que han brotado de sus labios, todavía hay quienes creen que él es el salvador.

Uno trata de ver en las caras, en la vestimenta, en el lenguaje corporal de quienes asisten a sus manifestaciones un rasgo característico que revele alguna razón para que le tengan fe a este payaso, como lo llamó Joe Biden. Pero son americanos comunes y corrientes, muchos con la mirada agitada de los fanáticos rabiosos, otros con la boca abierta, otros sosteniendo carteles y con las gorras de MAGA (hechas en China) orgullosamente puestas sobre sus obnubiladas testas.

Pero la ignorancia es atrevida e invisible.  Prácticamente todos son blancos, la mayoría sin grado universitario, muchos de ellos poseedores de armas, como los “Proud Boys” que han acudido con sus rifles de asalto a confrontar desde sus monstruosos pickups a los manifestantes contra la violencia. También hay fanáticos religiosos a quienes, por lo menos en relación con este presidente, poco importan los principios éticos y cristianos que deberían guiar sus actuaciones, excepto tal vez por su oposición visceral al aborto. Muchas además son racistas, xenófobos y/o homófobos, y poco o nada les importa el cambio climático.

Esta es la misma minoría que eligió y reeligió a George W. Bush, el del 9/11 y la guerra de Irak, la que tiene a la mayoría republicana en el Senado y está de acuerdo con cualquier cosa que haga, diga o le pase a Donald Trump. Ellos son los que sostienen, contra lo insostenible, la esperanza de su reelección. Mientras tanto, el mundo mira atónito como se desmorona el país “más rico y avanzado del mundo” y la cuna de la democracia liberal capitalista. Lo que se ve desde afuera es el cascarón que ha puesto en evidencia un virus minúsculo, el mismo que ha mandado al hospital al fenómeno político más patético y dañino del maltrecho siglo XXI.

No faltará el que recomiende que lo traten con una inyección de dióxido de cloro, o sienta lástima porque no se sabe bien quién esté infectando a quién, si Trump al virus o viceversa. Y aunque muchos compadezcan formal e hipócritamente al susodicho, lo cierto es que bien merecido se lo tiene. Lo menos que se puede esperar en este caso es que aprenda su lección y, quién sabe, a lo mejor se produce en él una epifanía y renace como un político honesto e inteligente.

Pero eso ya es mucho pedir. Con que no le reelijan, es suficiente.

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