El agitador callejero

Por FREDDY SÁNCHEZ CABALLERO

Deambulaba como una fiera al acecho, entre el corredor que va de la oficina de correos al antiguo museo de Zea en pleno centro de Medellín. Hizo de ese callejón su trinchera como último bastión de una batalla que sabía perdida. Subido en una fuente de piedra, con su pinta de revolucionario ochentero, arengaba a los transeúntes con un discurso salpicado por consignas de marchas, huelgas y,  apartes apenas reconocibles de El Manifiesto Comunista de Engels y Marx o poemas de Bertolt Brecht, fragmentos del más intenso y fogoso pensamiento social, ideas provocadoras, contestatarias y cargadas de rebeldía, que aunadas a su paranoia acabó trastocando sus sentidos a un extremo de incoherencia que todos confundían con locura.

Su causa respondía a un inconformismo callejero, instintivo, cargado de frustraciones pero llameante y fiero, una revolución silenciosa y visceral.

Su causa respondía a un inconformismo callejero, instintivo, cargado de frustraciones pero llameante y fiero, una revolución silenciosa y visceral.

Aparentaba unos cuarenta años, pero quizá no los tenía. Se afeitaba con frecuencia y lucía un bigote de puntas ascendentes al estilo de los poetas románticos de comienzos del siglo XIX. Era alto y delgado, tenía facciones finas y para vergüenza propia parecía de buena familia. Se ponía una boina negra con una estrella roja a la manera del “Che”; un pantalón de paño oscuro, una camisa clara y encima un chaleco de rayas  pardas, en cuyos bolsillos cargaba un pequeño radio en el que oía música clásica. Con una batuta imaginaria seguía el compás que solo interrumpía para escuchar noticias o desahogar en voz alta un pensamiento perturbador que tuviera atragantado y no lo dejara respirar: ―Caminantes del mundo, uníos, tomad las calles mancilladas y haced nuevos caminos, es hora de gritar basta, no pasarán―, vociferaba en tono ceremonioso con una mano en el oído y asustando con adjetivos intempestivos a señoras entaconadas de apariencia distinguida o, a cualquiera  con saco y corbata que cruzara por ahí desprevenido, ―ALIENADOS―, gritaba con ojos desorbitados, descargando en sus rostros el peso de sus palabras y de su desprecio. Ajeno al sentimiento de culpa y el pudor, cuando el cuerpo le pedía renovar sus  energías, se arrimaba sin titubeos a los transeúntes para presionar una contribución voluntaria.

Su causa respondía a un inconformismo callejero, instintivo, cargado de frustraciones pero llameante y fiero, una revolución silenciosa y visceral. Jamás perteneció a ningún partido o movimiento político, pero sus afectos estaban definidos desde su adolescencia, cuando acompañó a una amiga  de piernas endemoniadamente largas a varias reuniones subrepticias  que marcaron para siempre su forma de ver el mundo desde las bases. Frecuentó una y otra vez varios grupos clandestinos de los cuales salía o era expulsado por divergencias conceptuales: marxistas, leninistas, maoístas, estalinistas, trotskistas… hasta optar por posturas de un anarquismo ideal bakuniano, que negaran toda forma o sistema de gobierno, en aras de una libertad individual y deliberada más acorde con  su esencia solitaria. Abandonó tres carreras universitarias con las cuales a la postre no se sintió a gusto. Nunca trabajó en nada, no lo precisaba. Desadaptado  e inconforme con las imposiciones de los cambios sociales, ahora todo el tiempo lo invertía en su labor proselitista. Convencido de su trabajo emancipador entre la clase obrera, cumplía un horario más o menos riguroso de diez de la mañana a nueve de la noche, siempre en el mismo callejón. Su público era voluble y trashumante. Como un pelícano lanzado en picada  contra el cardumen, clavaba su mirada profunda en el primer rostro incauto que tropezara para dar inicio a su gesta delirante. En cierta ocasión eligió  a una muchacha de ojos llorosos, que sin duda había visto salir una y otra vez de la oficina de correos y la instó para que dejara de escribirle cartas a quien no la amaba.

―Usted qué va a saber, dijo ella sin detenerse.

―Si ese infeliz te quisiera estaría aquí,  luchando a brazo partido, hombro con hombro a tu lado, aunque fuera comiendo mierda los dos. Juntos serían imbatibles; la revolución del corazón es la más urgente ―, gritó él, sin dejar de mirarla.

―Qué va a saber un loco como usted―, insistió ella mientras se mezclaba entre la gente con un  leve temblor en las piernas.

Con pocas monedas le bastaba para comprarse un tinto y un cigarrillo que invariablemente consumía cada hora, recostado a la pared colonial de la Veracruz. Se sentía cómodo viviendo  en las afueras de una iglesia de la que también se sabía excluido. Con atención miraba cómo las personas circulaban, entraban o salían del templo con su calvario individual a cuestas. Observaba sus rostros sin espabilar, los analizaba, sonreía con sarcasmo mientras se empinaba el bigote con los dedos untados de saliva. Aspiraba su cigarrillo con fuerza y una vez recuperado su tono profético les hostigaba a destajo, solo entre la multitud, como el Bautista ante las rocas del desierto con su palabra desgarrada y desnuda, ponzoñosa, subversiva:

―Clase enajenada, clase oprimida, proletarios por convicción y fe,  traidores de sí mismos, desgraciados los pueblos que necesitan héroes y dioses. No es el fin del mundo ni voluntad divina, el ocaso del sistema opresor está cerca, uníos, la solidaridad es el arma de los débiles, ¡RESISTENCIA! 

Era un miércoles por la noche. Se me hizo tarde y salí a toda prisa de una retrospectiva pictórica de Carlos Correa, todavía sobrecogido por la expresión robusta y agresiva de sus imágenes y el carácter rebelde y escéptico de su “Anunciación” profana. Súbitamente fui abordado por el personaje en cuestión, que acechaba cruzado de brazos en  las afueras del museo.

―Compañero, usted que parece una persona culta y consciente, ¿puede hacer una pequeña contribución a mi causa?, dijo.

Mirándolo de reojo, sin decirle nada y presa de infundados temores, apuré el paso instintivamente, evitando en mí huida las manos y propuestas lascivas de las prostitutas del sector, y adentrándome cada vez más en el precario tráfico nocturno de la ciudad. Antes de alcanzar la esquina le oí lanzar  a mi espalda, como con una catapulta, la escueta frase que, como un sentimiento de culpa, haría que en el futuro, cada que le encontraba y sin que me lo pidiera, yo compartiera unas monedas con él o le invitara a un tinto: ―Claro, no se descapitalice, acumule hasta saciar su avaricia y  consuma hasta reventar, ¡ASALARIADO!

Un día,  rodeado de hombres con traje oscuro y brazalete oficial, lo vieron subir a un carro negro por última vez. No se resistió, no hubo preguntas ni reproches, es como si siempre los hubiera estado esperando. El viejo cura se había quejado porque un revoltoso impío perturbaba las conciencias de la feligresía con ideas  impropias. —Eso, arréstenlo —, decían los señores de corbata que presenciaron la escena, —es un terrorista—. Las señoras que salían de misa, consternadas, esbozaban un sentimiento de piedad y miraban al cielo  santiguándose una que otra vez con el rosario en la mano. Junto a ellas, reconoció la expresión triste de la muchacha del correo confrontando su mirada de pelícano. Con sus ojos llorosos, ella bosquejó su rostro con indulgencia, le dijo adiós en silencio y lo siguió hasta perderlo de vista por la calle de las prostitutas, que manoteaban y escupían obscenidades al paso del vehículo oficial, levantaban sus faldas cortas y exhibían su sexo.

—Estamos ganando la guerra—, decía un alto oficial en la radio que aún llevaba prendida en su bolsillo. (F)

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