Por GERMÁN AYALA OSORIO
La historia del periodismo colombiano señala que EL TIEMPO siempre fue -y lo es ahora más- un medio gobiernista. Cuando la familia Santos estuvo detrás de sus dominios y orientación, el diario bogotano sirvió a los intereses políticos de la familia y de los gobiernos de turno. La misma narrativa del periodismo señala, con enorme justicia, que EL ESPECTADOR fue -y lo es aún- un medio crítico del Establecimiento, manejado por la familia Cano con una férrea ética periodística. La misma con la que se enfrentaron al poderoso Jaime Michelsen Uribe, del Grupo Grancolombiano, y al criminal Pablo Emilio Escobar Gaviria.
Esas diferencias en el ejercicio periodístico de los dos diarios capitalinos son más grandes cuando, en manos del banquero Sarmiento Angulo, EL TIEMPO es hoy, junto a Semana y el noticiero de televisión RCN, fichas del régimen, lo que los convierte en estafetas del poder económico y político que está detrás del poder.
Como ficha del Establecimiento, EL TIEMPO debe informar y asumir posturas editoriales consecuentes con ese rol. Efectivamente, a través de su editorial del 12 de marzo de 2021, titulado Bombardeos y menores, el periódico del banquero hace una defensa a ultranza del criminal bombardeo perpetrado por el Ejército, en el que se afectó una parte del ecosistema boscoso y se asesinó a varios menores de edad.
Por el contrario, y siguiendo sus tradicionales principios éticos y periodísticos, EL ESPECTADOR, a través del editorial del 13 de marzo, titulado La violencia también se ejerce con el lenguaje, fustiga con vehemencia la acción armada y el resultado ya conocido por el país.
Miremos las posturas asumidas por estos periódicos frente al bombardeo. En uno de los apartes del editorial de EL TIEMPO, se lee que “los bombardeos son una expresión del uso legítimo de la fuerza del Estado. Fueron un arma fundamental para cambiar el curso del conflicto en Colombia y forzar a las Farc a avenirse a una negociación política. Su utilización está reglada por directrices en las que el respeto por las normas del DIH es la base, y en decenas de oportunidades no se dio luz verde a operaciones contra objetivos de alto valor por la presencia comprobada de personas que no formaban parte de la organización ilegal”.
Lo primero a analizar es que este diario confía ciegamente en la sentencia de Max Weber que indica que el Estado es la única estructura de poder facultada o autorizada para violentar a quienes se le oponen militarmente o desconocen su autoridad. Lo que hace EL TIEMPO es obviar la discusión sobre la legitimidad del Estado. Justamente, lo que está en cuestión es la legitimidad de un Estado que de tiempo atrás funciona y actúa plegado más a los intereses privados y corporativos de unos pocos, en detrimento del sentido de lo colectivo que de manera natural se espera que acompañe su actuar institucional.
En otro momento del editorial se lee lo siguiente: “Toda muerte es lamentable, y por supuesto que el Estado tiene que hacer mucho más –incrementar las capacidades de inteligencia para planear los grandes golpes contra los ilegales y así prevenir situaciones como la que hoy lamentamos–. Pero quienes pusieron en situación de riesgo y, aparte de eso, les quitaron a los menores la protección del DIH en el campamento de ‘Gentil Duarte’ son, insistimos, los criminales que los reclutaron para la ilegalidad”.
La lectura que hace EL TIEMPO de la situación jurídico-política de los menores asesinados es parcial en la medida en que olvida un detalle: se trató de un bombardeo y no de un enfrentamiento en el que los menores guerrilleros hubiesen participado activamente. La presencia de los adolescentes reclutados ilegalmente por el criminal Gentil Duarte, obliga al Estado a proteger sus vidas para arrebatárselos de las garras a las disidencias de las extintas Farc.
La explicación conceptual va en este sentido: “…El ministro se equivoca. Un adolescente en armas puede ser considerado un objetivo militar en circunstancias específicas: cuando participa directamente en un combate. Si una guerrilla utiliza a esos menores en un asalto a un pueblo, el adolescente se convierte en combatiente durante el asalto y la Fuerza Pública puede atacarlo sin violar el DIH. El Ejército no puede considerar objetivo militar a esos adolescentes guerrilleros por fuera de esas situaciones de combate pues la doctrina actual del DIH, como la elaborada por el profesor René Provost, de la Universidad McGill en Canadá, sostiene que un menor guerrillero no tiene el mismo estatus que un guerrillero adulto”[1].
Es claro que para EL TIEMPO es más importante apoyar a la institucionalidad castrense, que citar a expertos juristas que claramente erosionan su postura editorial, cargada de los intereses políticos y económicos que exhibe el banquero y propietario del diario.
Por el contrario, EL ESPECTADOR, fiel a su tradición, fustigó lo ocurrido y lo hizo apelando al sentido de humanidad, el mismo que se pierde cuando los combatientes, legales e ilegales, creen que dando golpes militares ejemplarizantes como el señalado bombardeo, la carga moral por las <<bajas>> producidas se aliviana en sus rabiosos espíritus guerreristas.
“Si el Estado colombiano piensa sobre la guerra lo mismo que el ministro de Defensa, Diego Molano, significa que estas décadas de tanto dolor han sido en vano. Más allá del debate jurídico sobre si bombardear campamentos de bandas criminales donde hay menores de edad es legítimo bajo las reglas de la guerra, lo angustiante es que un funcionario de tan alto nivel demuestre tal grado de insensibilidad ante la vida humana”.
Lo que hace EL ESPECTADOR es personalizar la discusión en la figura de Diego Molano, y en particular en el lenguaje usado por el alto funcionario. Al enfocarse en la declaración del ministro, el diario de los Cano intenta caracterizar lo que sería el Estado colombiano, cuando la institucionalidad estatal, en este caso la castrense, actúa bajo la actitud deshumanizante de un ministro que piensa como un vulgar chafarote y no como un civil encargado guiar la cartera de Defensa.
Estamos, pues, ante dos posturas disímiles que exponen la situación política de dos importantes medios: EL TIEMPO, un actor político pro establecimiento y EL ESPECTADOR, otro actor político alejado de las veleidades que acompañan la vida de un banquero que usa el periódico de su propiedad como una herramienta para acumular más poder.