Por JORGE SENIOR
De entrada debo dejar en claro que soy orgullosamente barranquillero, así que el lector puede descartar cualquier sesgo regionalista en la afirmación que titula este escrito. También vale aclarar que no soy experto en el tema, sino un simple observador / participante durante décadas de la gran fiesta carnestoléndica de Curramba la Bella. Tuve la oportunidad de ir a Pasto hace algunos años a dictar una conferencia en la Universidad de Nariño, pero nunca he gozado del Carnaval de Negros y Blancos que por estas épocas de inicios de año se despliega con furor en las calles de la capital nariñense.
Entonces, ¿por qué me atrevo a escribir una columna al respecto?
Me motivó que al publicar mi comentario en redes sociales, tuvo un amplio respaldo de muchos barranquilleros con inteligencia crítica, a la vez que los amigos pastusos elogiaban con orgullo su propia festividad. He ahí una señal de que mi comentario daba en el clavo y no era una simple percepción subjetiva o arbitraria. Por tanto, vale la pena estimular un debate sobre lo que está pasando con el carnaval barranquillero que crece en dimensión de negocio, mientras se empobrece culturalmente.
El comentario que publiqué en Facebook, Twitter y chats de WhatsApp decía lo siguiente: “Las carrozas del carnaval de Pasto superan de lejos a las de Barranquilla. Y en disfraces con conciencia crítica también nos superan”. Y para refrendar lo dicho, las dos frases iban acompañadas de espectaculares videos y fotografías del evento pastuso que inaugura el 2024. Es fácil apreciar que el arte y la belleza, la creatividad y complejidad, y sobre todo la irreverencia de esos disfraces y carrozas, superan de lejos lo que uno puede observar en la batalla de flores de la Vía 40 u otros desfiles alternos en La Arenosa.
Más aún, me atrevería a evaluar como decadente el proceso que arrastra el carnaval de Barranquilla en lo que se refiere a la fabricación de carrozas, las cuales constituyen un componente central de los grandes desfiles carnavaleros del mundo. Un camión medio adornado y dotado de potente amplificador de sonido no es una verdadera carroza. Y meterle farándula traída de Bogotá sólo descresta a quien, alienado por telenovelas, series e influencers, desconozca la tradición y el folclor. En contraste, las carrozas de otrora, con menos recursos que hoy, tenían mayor elaboración y creatividad.
El carnaval es una fiesta de origen europeo, como un desfogue pagano y hedonista en el contexto social de la cristiandad, pues se realiza justo antes del miércoles de ceniza que marca el inicio de la cuaresma. De ahí pasó al Nuevo Mundo, a los puertos de las Américas en el Océano Atlántico, desde Rio de Janeiro hasta New Orleans, pasando por todo el Caribe. Si caminas en enero por los barrios de Killatown, como le decimos socarronamente a la capital del Atlántico, verás innumerables comparsas practicando en las calles al bajar el sol, al son de la música y las brisas de verano. El carnaval currambero, que ya tiene más de 150 años, posee raíces populares indestructibles y es capaz de aguantar los embates del afán de lucro de los que todo lo valoran acorde al verbo de moda: monetizar.
Y es que este carnaval a orillas del Río Magdalena y el mar Caribe, ha ido perdiendo su esencia, no la musical, sino la social, que es la participación, la irreverencia y el desorden, entendido como abolición temporal del orden social. El carnaval no es de palcos y clubes de élite, sino una gigantesca parranda existencial. Carnaval es mascarada y disfraz, para borrar la identidad individual y desaparecer por un instante las jerarquías. Es la bacanería gozando en el bordillo de cualquier esquina, con o sin doping etílico. Es interacción amistosa y confiada entre desconocidos, en el baile, la broma o el compartir del trago que desinhibe. Es la irreverencia y la burla ante el poder, como en la sátira política de las letanías y en los disfraces blasfemos y obscenos.
La ciudad creció, dejó de ser un villorrio aunque arrastre inveteradas costumbres, y se convirtió en la Capital del Cemento, metrópoli comercial con rascacielos que pretende emular a Miami. La paradoja es que ahora más que antes, es una ciudad con dueño, cual pueblo con gamonal. Reconozco que las dimensiones masivas a las que ha escalado el evento presentan desafíos que no son fáciles de manejar. Bajo la óptica neoliberal la solución de la élite fue privatizar el carnaval, de manera que se torna un espectáculo cada vez más exclusivo. Fenómeno similar a la Casa de la Selección, un negocio en el que el espectáculo futbolero atrae turistas con capacidad de pago, mientras se supone que diversos sectores de la población ganan por el movimiento comercial que se genera.
Pero a diferencia de la Selección Colombia, el carnaval tiene, como ya dije, profundas raíces populares y culturales que resisten el embate del lucro. Las carnestolendas no son espectáculo sino participación, así que si el evento centralizado se torna excluyente, la resistencia cultural crea nuevos escenarios de participación descentralizados, como el carnaval de la 44, de la 17, del Suroccidente y en los municipios.
La música de tradición es el viento que agita toda esta temporada, pero la industria artesanal también es protagonista vital y en ese terreno Nariño sí que nos dicta cátedra. Los artesanos de Galapa y otros lugares claman inversión para brindarnos su creatividad y el carnaval de Barranquilla vuelva a tener carrozas y disfraces capaces de generar asombro y admiración por su bella y talentosa elaboración, tal y como acontece en Pasto. ¡Y que la irreverencia derrote la censura!