La lucha de las guerrillas en Colombia, aunque en sus inicios surgió como una respuesta legítima a la injusticia social, la opresión y la desigualdad, ha mostrado ser, en muchos contextos, un lastre para el movimiento progresista.
Este fenómeno se evidencia en cómo los grupos guerrilleros, al recurrir a la violencia y la subversión, han terminado por deslegitimar causas que, en su esencia, buscan una transformación social profunda y justa.
Uno de los problemas más evidentes de esta lucha anacrónica es la polarización que genera en la sociedad. Las guerrillas, al adoptar tácticas violentas, alimentan la narrativa de la derecha, que utiliza el miedo a la subversión para justificar políticas represivas y autoritarias.
Esto crea un entorno donde la discusión política se vuelve limitada y los ciudadanos, en lugar de debatir sobre alternativas progresistas, se ven forzados a elegir entre un extremismo y otro.
En este sentido, las guerrillas se convierten en aliadas involuntarias de la ultraderecha, que utiliza la figura del “terrorista” como un comodín para deslegitimar cualquier propuesta que atente contra el statu quo. En este contexto, a menudo actúan en nombre de un ideal que se vuelve obsoleto.
Las dinámicas sociales, políticas y económicas han evolucionado; los métodos de lucha que alguna vez fueron vanguardistas hoy parecen anacrónicos y desconectados de las necesidades reales de las comunidades.
La mayoría de las sociedades latinoamericanas claman por cambios en el acceso a la educación, la salud, la vivienda y el empleo, temas que requieren un enfoque estratégico y pacífico, que a menudo queda eclipsado por la violencia y el caos.
La lucha armada también ha desviado la atención de propuestas concretas y efectivas. En lugar de construir alianzas y redes de apoyo, las guerrillas han fomentado la desconfianza y la división, debilitando la capacidad del movimiento progresista para movilizarse de manera efectiva. Esta fragmentación impide la creación de un frente unido que pueda enfrentar los desafíos actuales, lo que permite a la derecha consolidar su poder y desmantelar los avances logrados a través de años de lucha democrática.
Otro aspecto crítico es la narrativa que se genera en torno a la violencia. La historia reciente está llena de ejemplos donde la insurgencia armada se tradujo en un ciclo de violencia interminable. Esto no solo afecta a las guerrillas en sí, sino que también perjudica a los movimientos sociales que luchan pacíficamente por los derechos humanos, la justicia social y la igualdad.
Estos movimientos se ven arrastrados por la sombra del terrorismo, lo que dificulta su visibilidad y su capacidad de actuación.
El costo humano y social es incalculable. Las comunidades que quedan atrapadas en medio del conflicto sufren las consecuencias más devastadoras. La violencia desmedida, el desplazamiento forzado y la ruptura del tejido social son efectos directos que impiden el desarrollo de alternativas progresistas. En lugar de empoderar a las comunidades, las guerrillas, en muchos casos, perpetúan la pobreza y la marginación.
Finalmente, es fundamental reconocer que el mundo ha cambiado y que las luchas contemporáneas requieren de nuevas formas de resistencia.
La diplomacia, la organización comunitaria, el activismo digital y la participación en procesos electorales son herramientas más efectivas y adecuadas para abordar los problemas actuales. Los movimientos progresistas deben enfocarse en construir puentes, generar diálogo y proponer soluciones reales a las injusticias estructurales, sin caer en la trampa de la violencia.
La lucha subversiva de las guerrillas, lejos de ser una solución, ha contribuido a fortalecer a la derecha y a desviar la atención de las verdaderas necesidades de la población. Las guerrillas debe repensar sus estrategias, dejar atrás la violencia y centrarse en construir un futuro basado en la paz, la justicia y la inclusión. Solo así podrá avanzar hacia una transformación genuina y duradera de la sociedad.
Tomado de Barrancabermeja Virtual