Por FREDDY SÁNCHEZ CABALLERO
Dos cormoranes con sus alas abiertas secaban sus plumas al sol y los muchachos se bañaban desnudos en el río mientras ella lavaba su ropa en la orilla, tarareando una melodía indescifrable. Tenía el cabello mojado y los pezones bosquejados en su blusa húmeda. En un lienzo gigante, su perfil adolescente era calcado por la tarde. Ante la mirada atenta de los patos salvajes, él metió las manos bajo una roca y atrapó un pez de coraza marrón. Ella sonrió sin asombro, como de costumbre; era una sonrisa indescriptible y perturbadora, capaz de conmover a las criaturas más inconmovibles, una sonrisa capaz de domar caballos, de amansar perros bravos. Impactado por el hecho de no haberla visto antes en un pueblo tan pequeño, puso el pez en sus manos para verla de cerca, para observar en sus labios pálidos rehacer el milagro de esa sonrisa mágica. Nunca vio nada igual.
La muchacha contempló el pez un instante y lo dejó escapar en el agua mientras sus labios se entreabrían para seguir tarareando su canción. No tenía dudas, ella inventó la sonrisa. Desde entonces, él sintió deseos de cantar. Siempre lo había deseado, se sabía las letras de las canciones y seguía el compás de las melodías con atención desde que vivía en la finca, sin más contacto con el mundo externo que un viejo radio de Sutatenza, “Acción cultural Popular”. No obstante, en el pueblo, cuando se percató de que a través de las paredes podía ser oído, su timidez lo hizo contenerse. Las canciones que se rehusaban a salir durante el día comenzaron a tomar forma con potencia y total claridad mientras dormía. Cada noche, intentando reconciliarse con la almohada, lidiando con el fantasma de esa sonrisa, mientras era sometido por el dios del sueño, un frenético fraseo se atragantaba en sus cuerdas, hasta que de su garganta salían tonos musicales tan perfectos que algunos vecinos, sorprendidos con su misterio, pensaron que se trataba de una emisora. Su madre dijo que él siempre hablaba dormido. Pero, sin saber por qué, de un momento a otro comenzó a cantar.
La muchacha que lavaba en la playa seguía prendida a su pensamiento, el hechizo de su sonrisa continuaba aferrado a su piel, a su recuerdo. Solo evocar su blusa húmeda y sus labios rosados desbordaba sus pasiones. Soñar con ella lo empujaba a un trastorno absurdo y lo hacía cantar. Poco le importaba la religión. No obstante, se hizo incondicional a las misas y rosarios para verla de lejos y, por qué no, establecer uno que otro contacto visual. Sin saber qué decirle y nada que ofrecerle, jamás se atrevió a abordarla de nuevo. Al tanto de su devoción cristiana, la parroquia le ofreció una beca en el SENA: hizo un curso de panadería y seis meses después, un amigo de su padre le ofreció trabajo junto a un pueblo costero al otro lado del océano. Con el paso de los días sus productos eran cada vez más apetecidos, pero él sabía que algo le faltaba.
El amigo de la panadería lo alojó en el cuarto más distante, cerca al horno y el motor diésel, para no escuchar sus recurrentes serenatas nocturnas. Con sus ahorros, empezó a construir una cabaña a la orilla del mar. Ella, a quien sus padres no le dieron más estudio porque no le interesaba nada que no estimulara su risa, se puso cada vez más bella. Su mundo era color rosa, como sus labios. En el campo la brisa se regodeaba en su cabellera mientras recogía flores, y el sol parecía no lastimar su piel nacarada, asombrosamente intacta. Ya en el pueblo, desde la ventana, su sonrisa iluminaba el atrio y parte del campanario. Su universo estaba hecho de pequeñas alegrías; reía por todo: reía cuando los terneros corrían alocadamente por el potrero, reía cuando el chocolate se derramaba, reía cuando la lluvia estropeaba la ropa en el patio, sonreía cuando le decían que era hermosa, sonreía a los perros callejeros que encontraba a su paso y le movían el rabo, sonreía incluso mientras barría en la sacristía y era manoseada por el cura nuevo para glorificar sus tetas.
Una vez terminada la cabaña, decidió buscarla. Ambos eran muy jóvenes, pero su sonrisa disipó cualquier objeción, cualquier barrera. Luego de una ceremonia breve, emprendieron el largo viaje hacia su nuevo hogar. Era una cabaña pequeña, tenía un pasaje al infinito, una ventana diminuta con vista al mar a través de la cual ella podía ver las gaviotas revolotear sobre los botes de los pescadores y a los alcatraces arrojarse en picada. Veía pasar los barcos y los marineros a lo lejos agitando sus manos en un continuo adiós, internándose en otros océanos, en otros mundos, en paisajes remotos nunca imaginados.
El mar parecía devorarla por dentro y él sentía que la perdía. Cada tarde le llevaba un nuevo panecillo moldeado y horneado con cariño, combinado con frutos tropicales, inspirado en ella, en su mirada risueña, pensando en sus labios azucarados, en su sonrisa, pero ella seguía ensimismada en el paisaje. Sin decir nada, él limpiaba el salitre de su rostro, de su cuello, y cerraba la ventana para evitar la brisa. La tomaba de la mano, suavemente la tendía en la cama e intentaba despojarla de sus fantasmas. Una vez terminada su trastada erótica, las paredes del rancho se estremecían con ese torbellino vocal que poco a poco se transformaba en canción. Acompasadas por el runrún de la mareta, las melodías de amor que al dormirse entonaba se escuchaban en los más intrincados y alejados rincones del pueblo.
Pese a lo hermoso de las canciones y de su voz, la muchacha no podía pegar los ojos. Abstraída, pasaba los días frente a la bahía, oscilante, sombría, sin deseos de reír. El médico del pueblo dijo que lo de ella era un trasnocho continuado, pero lo de él, lejos de ser una virtud, como decían las señoras del pueblo, era un trastorno emocional del sueño, una somniloquia inusual que no tenía cura conocida pero que solía pasar con el tiempo.
Resguardados en la oscuridad, los barcos dormitaban como bestias marinas encalladas en la orilla. A lo lejos, el faro de la armada parpadeaba entre la bruma; el mar arremetía contra el arrecife y rugía estrepitoso, pero su voz porfiada se hacía escuchar. Sin poder conciliar el sueño y descalza para no despertarlo, ella salía a caminar desnuda por la playa, ingrávida, inhabitada. Podía permanecer inmóvil largas horas horadando la oscuridad, mirando al horizonte como una estatua de sal con el reflejo de los luceros en su piel plateada, o caminar pausadamente sobre la arena como una garza noctámbula. Alarmados con la idea de una orisha del agua salada, los pescadores tempraneros observaban sus huellas pequeñas y las seguían temerosos en busca de una señal. Sus pisadas iban de un extremo al otro de la enorme playa, avanzaban, retrocedían, hacían arabescos, formas caprichosas, trepaban sobre las rocas, desaparecían en el agua, pero no había donde esconderse mientras él cantaba, su voz cabalgaba poderosa sobre la cresta de las olas, se regodeaba en las caracolas, en la espuma. Y ella la oía. Tres meses después, somnolienta y llorosa, decidió regresar a casa de sus padres; al ver su determinación, él no tuvo argumentos para retenerla. Desde entonces, las canciones de amor han desaparecido de su repertorio. Cada noche, junto al rumor del mar, un murmullo de tangos, rancheras y las más tristes canciones de despecho rondan el pueblo. (F)
@FFscaballero
* Imagen de portada, tomada de https://www.mirartegaleria.com/