Por YESS TEHERÁN
Escribió Héctor Abad Faciolince casi al final de su novela El olvido que seremos, que los libros “son un simulacro de recuerdo, una prótesis para recordar, un intento desesperado por hacer un poco más perdurable lo que es irremediablemente finito”. Y no le falta razón, porque anhelamos no ser olvidados. El arte en general es una constante lucha para ser inmortal, para perdurar en la memoria.
El artista no solo desea ser recordado, sino también retener en la obra todo lo que fue importante de contar. Es lo que se siente durante la lectura de la novela del escritor antioqueño: el deseo de hacer tangibles los recuerdos, de rememorar cada una de las etapas de su vida junto a los suyos, pero sobre todo junto a su padre.
En la novela el narrador participante nos cuenta lo que vivió, cómo se sintió. Más allá de las acciones que se desarrollan a lo largo de la trama, logramos sentir junto a Héctor hijo la emoción de abrazar al padre, de verlo como el héroe que se erige sobre una sociedad conservadora y clasista, que lucha por lo que cree, a pesar de la violencia del momento.
Ahora bien, la película no le hace justicia al libro, en parte porque traducir el lenguaje escrito a la pantalla gigante definitivamente no es tarea sencilla. No se trata de hacer una copia exacta de lo narrado en la novela, sino de trasladar la intención del texto en otro formato. Y en ese sentido, la película dirigida por Fernando Trueba no cumple con las expectativas.
Soy aficionada al cine, no poseo los criterios técnicos o una acreditación como crítica de oficio. Sin embargo, como consumidora habitual de películas, debo advertir que esta quizás no logró condensar fielmente la historia en la pantalla grande.
El largometraje dramático de Trueba es de 2020 y se desarrolla en dos tiempos, que transcurren de manera alternada en la pantalla, el primero en blanco y negro, con un Héctor Abad (hijo) adulto, radicado en Italia. Desde la primera escena se capta la tensión producida por la violencia, que marcará directa o indirectamente cada escena, como una sola tonalidad. De otra parte, están las secuencias a todo color. Aquí el común denominador es la alegría, las picardías del niño Héctor en un escenario donde cada personaje es visto a través de sus ojos infantiles, picarescos.
Se trata de un juego visualmente atractivo, pero las actuaciones, con excepción de los veteranos Javier Cámara y Patricia Tamayo, son poco creíbles. Y en ciertos personajes, algo forzados. El maquillaje tampoco ayuda al envejecimiento de los actores, pues a pesar de los años lucen exactamente igual, solo que con maquillaje de viejos y con un cambio en su vestuario. Diría entonces que este detalle hace poco creíble el paso del tiempo.
Hay escenas de la película que intentan ser emotivas, pero no logran condensar la sensación que quieren transmitir. Por ejemplo, desde que se conoce el diagnóstico de cáncer de Marta hasta su muerte: los colores se van opacando poco a poco, mientras ella realiza actividades como escuchar música o tener dos novios al tiempo, pero no se siente real el personaje que intenta caracterizar. El espectador no lograr establecer una conexión entre la actriz y su personaje, mucho menos quedó clara su vitalidad. Por eso es tal vez que cuando finalmente fallece, no se logra condensar la sensación de tristeza que pretende transmitir el film.
Otra de esas escenas que busca despertar emociones, es la muerte de Héctor padre. Patricia Tamayo hace sin duda una brillante actuación, con una escena impactante que genera la mayor carga emotiva frente al cadáver, pero esta se va perdiendo en los planos siguientes, donde comienzan a aparecer uno a uno los hijos de la víctima, describiendo cómo cada uno se enteró de la muerte de su padre y su reacción frente a la noticia.
El final de la película es un canto a la esperanza: a pesar de esa y tantas otras muertes, de la violencia y toda la convulsión de la época, los seres humanos se siguen acercando y uniendo en busca de un cambio. En este contexto, la escena en que la gente marcha pidiendo la paz y de fondo se escucha el poema de Jorge Luis Borges, Epitafio, es el cierre perfecto de una película imperfecta.