El origen de los unicornios

Por BERNARDO NIETO SOTOMAYOR
Especial para El Unicornio

Ese día el sol amaneció radiante. Dirigidos por una esbelta yegua blanca, los potrillos y potrancas más jóvenes corrían por el potrero durante la clase de salto de obstáculos. Desde su privilegiado lugar de observación, sentados en la rama alta de un árbol, Federico y su amigo, el loro Crispín que siempre lo acompañaba a todas partes, escuchaban los relinchos, los resoplidos y veían cómo los aprendices llegaban en fila hasta las barreras de troncos y cada uno, siguiendo el ejemplo y la indicación de la yegua guía, saltaban por turnos, produciendo un golpe fuerte y seco al caer sobre la yerba. El galope infantil de la tropilla libre, sin dueño y sin domar, era parte del juego y del pleno deleite de la vida con la que crecían en el valle. La brisa suave agitaba las crines de los pequeños corceles y movía las hojas de los árboles en una armoniosa vibración, compañera de esa libertad.

El canto de los pájaros se mezclaba con el ruido acompasado de los cascos y la demostración de energía y vida causaba en Federico un deseo enorme de estar ahí, compartiendo con ellos su alegría. Pero allí, en la pradera prohibida, solamente podían ingresar los caballos cimarrones, sus yeguas y sus jóvenes familias. Al ver el espectáculo, el niño anhelaba encontrar en la tropilla a un amigo o una amiga de cuatro patas para correr libre por los potreros. Crispín, el loro amigo de Federico, le entendía sin necesidad de hablar, pues tenía el poder especial de leer y entender lo que otros pensaban. Gracias a ese don, en muchas ocasiones el loro Crispín puso en evidencia y en pública vergüenza a quienes criticaban solapadamente a otros, mientras les tendían la mano para saludarlos. Muchos de ellos ni se acercaban a él, temerosos de que revelara sus pensamientos en público como un altavoz vestido de plumas verdes y amarillas.

  • ¿Por qué no puedo entrar ahí?, – pensó el niño; y el sabio pajarraco de plumas verdes y doradas le respondió interrumpiendo sus ideas.
  • Porque así lo quisieron los dueños de la pradera. Ellos dejaron este sitio reservado sólo para los caballos, para que aquí crecieran libres los potrillos y potrancas. Allí está el agua de la fuente junto a la cascada y aquí pueden estar solos, sin nadie que los moleste.

Y Federico se calló, mirando nuevamente hacia el lugar donde la hermosa yegua blanca, ordenaba a sus alumnos hacer una pausa y tomar un descanso.

***

El lugar favorito que tenía la tropilla para comer yerba fresca y beber agua recién nacida quedaba un poco más allá de la cascada, justo en el rincón donde la colina se convierte en valle.

Cuando comenzó el recreo, Cabriola, una hermosa potranquita dorada que asistía por primera vez a clases, se alejó del grupo, atraída por el fresco y húmedo olor que traía la brisa y corrió buscando el origen de ese milagro natural. Llegó antes que todos, deseando refrescarse y recuperar las fuerzas. El lugar era desconocido para ella y Cabriola no sabía que ese día, la víspera de la navidad, la vida le tenía reservada una sorpresa que jamás había imaginado.

Ante la joven potranquita la cascada se derramaba ensordecedora en un pozo profundo y oscuro. El golpe del agua contra las piedras producía un ruido fuerte y levantaba una nube de rocío que se llenaba de colores con la luz del sol. Cabriola miró maravillada el arco iris y quiso ir hasta el pozo, pero la fuerza del agua sobre las piedras le causó temor, presintió el peligro y decidió huir de allí. Avanzó chapoteando con cuidado entre los charcos, untada de barro en sus alargadas cuatro patas. Como pudo, se alejó con dificultad de la cascada y llegó finalmente a la orilla de una fuente, tan tranquila y cristalina, que desde arriba se veía el fondo de piedra y el cielo azul reflejado en el espejo del agua.

El pequeño pozo se formaba con los abundantes chorritos de agua que resbalaban desde lo alto, golpeando suavemente el musgo de las piedras y las hojas de los helechos. También allí las gotas de agua suspendidas en el aire formaban un arco iris tornasolado. Definitivamente había magia en el rincón. La suave caída del agua producía especiales armonías que embrujaron a la yegüita.

De repente, Cabriola experimentó una sensación de alivio y frescura que llenó sus pulmones de vida. Con un alegre relincho se acercó feliz y sedienta hasta la fuente. Justo en el instante en que se inclinó para beber, vio que en el fondo se asomaba otra inquieta potranquita y allí, frente a ella, como si fuera su propio reflejo, creyó que había encontrado a una nueva compañera de juegos, en todo su esplendor. Cabriola estaba muy sorprendida y lo mismo descubrió en la joven amiga que se acercaba y se alejaba dentro de la fuente, respondiendo a sus propios movimientos. Decidida a conversar con ella, se inclinó aún más y tocó con su pata delantera la imagen húmeda del agua. La emoción y el encanto se juntaron con el peso de su cuerpo y…, ¡cataplum! 

Ese día, a pleno sol, ocurrió la aparición del primer unicornio sobre la tierra. Un escalofrío de satisfacción recorrió su cuerpo y lo disfrutó, poseída de una alegría desbordante, que le hacía palpitar fuertemente su joven corazón.

Cabriola entró al agua apenas con un poco de aire y su zambullida la llevó hasta el fondo de la fuente. La yegüita sintió que el agua la cubría por completo y experimentó un poco de dolor en su frente al golpearse con algo duro. Sorprendida por el susto y por la sensación del agua fría, tragó una buena cantidad de agua. Medio atontada y resoplando, el instinto de conservación la impulsó a patalear y descubrió que podía flotar. A pesar de que estaba cerca de la orilla, pensó que no sería capaz de salir del pozo y su sorpresa se convirtió en susto. Haciendo un mayor esfuerzo, movió vigorosamente las patas, llegó hasta la orilla y logró tocar con su cabeza la yerba de los bordes. Pudo apoyar sus patas traseras sobre el fondo de la roca y reuniendo todas sus fuerzas, como le había enseñado su maestra en los saltos, logró salir de la fuente.

Era necesario sacudirse el agua y dejarse secar al rayo del sol. Cabriola estaba sola y nadie supo de su chapuzón involuntario. Eso la dejó tranquila y respiró aliviada pues nadie se reiría de su imprudente torpeza. En la fuente, a lo mejor, la esperaba aún su nueva amiga, pero ella ya no lo quiso averiguar, para no repetir el susto.

Al mover su cabeza para sacudirse el agua que le chorreaba por sobre los ojos y las orejas, la potranquita sintió que le pesaba más de lo acostumbrado y experimentó en su frente como un pinchazo que le atravesaba la piel. Si alguien enfrente de ella hubiera estado presente, se podría haber dado cuenta de que allí, en el sitio del golpe contra la roca, se le estaba formando un pequeño chichón. Poco a poco, con cada sacudida, se fue asomando primero, una punta brillante y, luego, un pequeño cono que, en menos de un resuello, se convirtió en un cuerno brillante y lleno de luz.

La potranquita nunca supo que la roca del fondo de la fuente tenía poderes mágicos. Sin embargo, sólo los seres transparentes, buenos y generosos podrían recibirlos, si lograban ver su imagen reflejada en el agua, la víspera de navidad. Sin conocer el origen de aquel encanto, nuestra amiga ya comenzaba a experimentar la maravillosa transformación. Ese día, a pleno sol, ocurrió la aparición del primer unicornio sobre la tierra. Un escalofrío de satisfacción recorrió su cuerpo y lo disfrutó poseída de una alegría desbordante, que le hacía palpitar fuertemente su joven corazón.

***

Un poderoso coro de relinchos se escuchó en la cima de la montaña. Desde allí, una hermosa yegua dorada y un percherón blanco como la nieve expresaron su alegría y entendieron que había llegado el día en que su primogénita se había convertido en el primer unicornio anunciado desde hacía mucho tiempo por los sabios que iniciaron las tradiciones.

***

Federico y Crispín habían sido los únicos testigos del portento. Viendo lo ocurrido, Federico no pudo contenerse y quiso ver más de cerca lo que estaba sucediendo. Se olvidó de la advertencia de Crispín y saltó a la pradera mientras el pajarraco repetía: “¡no se puede! ¡no se puede!”

***

Aún con el sonido de las palabras de Crispín retumbando en su cabeza, Federico despertó de su maravilloso sueño y abrió los ojos todavía asombrados por el milagro. Un rayo de luz se filtraba por la ventana de su cuarto.

Erguida, frente a él e iluminada por la luz azulada de la luna, Federico vio a Cabriola en su balcón, como el hermoso unicornio que lo saludaba con una pata. Saltó inmediatamente de la cama para darle un abrazo y confirmar que su sueño era una hermosa realidad. Justo en el momento en que logró abrir la ventana, el unicornio se desvaneció dejando una estela de luz y de nostalgia en medio de la noche.

En su corazón de niño, Federico conservó desde ese momento la plena convicción de que su unicornio lo acompañaría toda la vida. Se manifestaría en su alegría, en su honestidad, en su deseo de aventuras y de hacer felices a sus amigos y a sus padres. Todo eso y su ánimo para trepar por las montañas serían ahora sus mejores compañeros de vida. Miró hacia el cielo y vio la silueta de Cabriola cruzar relinchando frente a luna.

Respiró profundamente, regresó a su cama y notó que algo se asomaba debajo de la almohada. Lo tomó con cuidado, creyendo que ese era su regalo de navidad. El cuerno del unicornio de peluche brillaba como la misma luz de luna. Federico lo apretó entre sus brazos, cerró los ojos y saltó nuevamente de su cama. Al entrar jubiloso en el cuarto de sus padres, vio que ellos dormían en silencio y no quiso despertarlos. Cerró la puerta con cuidado, puso su regalo sobre la almohada, cerró los ojos y volvió a dormir profundamente. 

***

Abajo en la sala, junto a la cuna de Jesús, en la frente de la pequeña mulita que calentaba las pajas, brillaba ahora un pequeño cuerno que iluminó el pesebre campesino. La víspera de navidad había comenzado en la casa de Federico.

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