Por IVÁN GALLO*
El 24 de junio de 1935, desde su finca Otraparte, el filósofo Fernando González vio un fulgor restañando el cielo de Medellín. “Dos aviones se han chocado en la pista del Olaya Herrera”, le contaron. El corazón se le arrugó. Sabía que ese día viajaba a Bogotá su amigo Estanislao Zuleta Ferrer. Pronto comprobó que sus peores temores se hacían realidad. Se había quedado sin su contertulio favorito, sin el intelectual rebelde que dejaba un hijo de cuatro meses de nacido. El niño se llamaba Estanislao, como su padre. La noticia se conoció en todo el mundo. En el avión de la aerolínea SCADTA iba el cantante Carlos Gardel. Su cuerpo chamuscado por el incendio tenía placas doradas: las monedas de oro que siempre llevaba en sus alforjas se habían derretido.
Fernando se convirtió en el primer maestro del joven Estanislao. Otraparte fue la catedral donde se forjaría su espíritu indomable. No podría estar en mejores manos.
Margarita Velásquez, su mamá, para no morirse de depresión, abrió un taller de moda en la casa de sus padres en el barrio El Prado. La alta sociedad de Medellín se convirtió en su cliente. Mientras tanto Estanislao, asmático, taciturno, se refugiaba en los libros y el ajedrez. Un poeta que pretendió -sin éxito- a su madre, le regaló un libro que le terminaría cambiando la vida: La Montaña Mágica de Thomas Mann. Sumido en el ahogo perpetuo, se sentía identificado con ese mundo de enfermos que acaso sin éxito buscaban restañar la salud en un sanatorio entre las montañas. Las conversaciones intelectuales de sus personajes se le convirtieron en una obsesión a Estanislao. Entonces, supo que su vida serían los libros.
Y no hay nada más contrario al placer de la lectura que el sistema educativo colombiano. Por eso abandonó el colegio en IV de bachillerato. Sus profesores serían Dostoyevski, Freud, Kafka y Cervantes. Aprendió a rajatabla la frase de Voltaire: “El que lee sin un lápiz, sueña que lee”. No existió en Colombia un lector más juicioso que Estanislao Zuleta. A partir de su experiencia con los novelistas del siglo XIX, con la filosofía de Kant, con la pedagogía de Lacan, se lanzó a ser profesor.
En Medellín coincidió con un momento de esplendor cultural. En los cafés del centro se encontraba a la joven Débora Arango, al prometedor Fernando Botero, al futuro presidente Belisario Betancur, a Alberto Aguirre y a una caterva de monstruos sagrados que cambiarían al país.
Estanislao fue un educador completamente diferente a todos los que pisaron un aula. Sus clases eran acontecimientos multitudinarios. Así sucedió en la universidad de Antioquia y después en la del Valle. Como otro pensador, Michael Foucault, no escribió ninguno de sus ensayos. Bueno, cuando recibió el doctorado Honoris Causa en la U del Valle, iniciativa del rector Álvaro Escobar Navia, escribió en tres cuartillas el Elogio de la dificultad, uno de los textos más lúcidos que se han escrito jamás sobre el oficio del lector. Pero sus grandes ensayos fueron apuntes tomados por sus alumnos que lo siguieron como si fuera un ídolo.
Como no tenía título profesional, siempre estuvo en lo más bajo del absurdo escalafón de las universidades. Además, no creía en las calificaciones. Decía que calificar a un alumno era cerrarle en la puerta el placer más grande al que podría tener derecho una persona: la lectura. Esto le trajo problemas constantes con las universidades. Acostumbraba a decir, en broma, que si alguna vez no tuviera otro remedio que calificar a sus alumnos lo haría de esta forma: “tres por existir, cuatro por asistir y cinco por insistir”.
Y mientras tanto, los viejos demonios lo devoraban. La botella de vodka diaria, los cincuenta cigarrillos mentolados, una dieta despiadada, fueron mermando su salud. María del Rosario y Yolanda, sus dos grandes compañeras, no pudieron hacer nada ante el espectáculo de su propia destrucción.
Los estudiantes no tenían problemas con que no los calificaran, pero sí empezaron a quejarse de que Zuleta, el admirable profesor, se ausentara de las aulas de clase. Desde 1982 su salud empezó a resquebrajarse. Una vez le dieron una incapacidad de un mes. La llegada a la presidencia de su amigo Belisario Betancur le dio mayor notoriedad. Entre 1984 y 1987, Zuleta fue consejero del Plan Nacional de Rehabilitación de la Presidencia de la República. Vivía la mitad del tiempo en Bogotá, en un hotel de cuatro estrellas llamado el Continental, que ya no existe. Su salud se deterioró aún más. Zuleta luchó contra las adicciones. A veces duraba hasta nueve meses sin probar una gota de alcohol o sin fumarse una calada de cigarrillo. Pero recaía y lo hacía con todo. Se metió de lleno a la defensa de Derechos Humanos, actividad por la que terminaría siendo amenazado de muerte. Angustiado, regresó a Cali en 1989. Su última esposa, Yolanda, decidió separarse. Se quedó solo, en un estrecho apartamento del barrio Meléndez de Cali. La última vez que se ilusionó fue con una joven estudiante, que vivía atiborrada de libros, llamaba Noelba. La diferencia de edad terminó pesando.
En Meléndez, Zuleta sufrió toda su angustia. Los vecinos ponían vallenatos a todo volumen, los techos bajos concentraban aún más el calor. Su único consuelo era tener tan cerca a la Universidad del Valle y la lectura. El viernes 17 de febrero de 1990, mientras releía a Norberto Bobbio y desocupaba una botella de ron, le sobrevino un infarto. Su empleada Vicky lo encontró al día siguiente, tirado sobre la alfombra. Acababa de cumplir 55 años.
Las críticas que le hacía Zuleta a la educación colombiana siguen teniendo una vigencia alarmante. Una educación que no invita a la imaginación, que no apasiona, donde no ocurre una batalla de las ideas, es lo que se sigue respirando en los salones de clase. Volver a su pensamiento es imperioso. Releer sus discursos y abrir La Montaña Mágica, El Quijote, y descubrir los mundos que él supo comprender como ningún otro. Y vivir ebrios, ebrios a la manera que lo aconsejaba Baudelaire, uno de sus poetas amados:
«¡Es hora de embriagarse! Para no ser los esclavos martirizados del Tiempo, embriagaos; ¡embriagaos sin cesar! De vino, de poesía o de virtud, como os plazca.»