Por GERMÁN AYALA OSORIO
Ahora que los medios y periodistas afectos al derrotado régimen sí están vigilantes del gasto público, se conocen detalles de compras de televisores, almohadas, edredones y otros artículos ordenadas por el director del Departamento Administrativo de la Presidencia de la República (DAPRE), Mauricio Lizcano, para las casas privadas del presidente y la vicepresidente. Esas adquisiciones, por algo más de 127 millones de pesos, tienen eco mediático porque el gobierno actual hizo campaña con el eslogan de “Somos el cambio”.
Lo primero que se espera es que en dichas compras no haya sobrecostos, como se denunció en uno o varios contratos de Emcali. Lo segundo es examinar si el “cambio” prometido incluía evitar caer en lujos superfluos, en un país en el que hay millones de colombianos aguantando hambre y viviendo entre cartones, en extensas barriadas. Y lo tercero es que no les conviene caer en la trampa de hablar de un gobierno austero, porque ahí sí, apague y vámonos, pues terminarían pareciéndose a la administración de Uribe Vélez, en las que obviamente lo que menos hubo fue un manejo austero de los recursos públicos.
Más allá del interesado escándalo mediático, en lo que debería de concentrarse la discusión es en lo que desatan dos elementos claves: el poder y el lugar privilegiado desde donde este se ejerce. Haber alcanzado el poder del Estado, pone a la familia presidencial en un estadio superior donde el confort y la hoguera de las vanidades afloran de manera natural. De ahí que el derroche de dinero en lujos superfluos siempre tendrá un lugar en el corazón de todos los seres humanos. De algún modo recóndito, esto está ligado al ejercicio del poder.
En cuanto al lugar privilegiado desde el que hoy ejerce el poder el presidente Petro y su familia, hay que apelar a los usos del lenguaje para señalar que la austeridad es un imposible cuando a la morada presidencial se la llama el Palacio de Nariño. La sola denominación de Palacio indica que los edredones y almohadas deben estar hechos con plumas de ganso. No hay vuelta atrás porque la Casa de Nariño y las casas privadas hacen parte de la hoguera de las vanidades en las que, sí o sí, se instalan las familias presidenciales. No tienen otra opción.
El asunto está, entonces, en la imposible tarea de separarnos de lo que arrastra el ejercicio del poder: inmodestias, engreimientos y pedanterías, frutos de una sociedad que exhibe la fuerte pulsión por alcanzar el más mínimo poder para dar cuenta de sus sueños truncados. El lujo y el confort hacen parte de esa pulsión muy humana, de la que nadie puede escapar, en particular en este país vanidoso.
La explicación que dio Mauricio Lizcano está acorde, discursivamente, con lo que desata en los seres humanos la pulsión del poder: “Amoblar las casas privadas es un deber del DAPRE luego de previas solicitudes de los jefes administrativos de cada casa y todas las compras como en este caso, se hacen a través de la tienda virtual de Colombia Compra Eficiente, un mecanismo transparente”.
Los hoy acuciosos periodistas, quienes hasta antes del 7 de agosto de 2022 sufrían de una curiosa ceguera que les impedía ver y cuestionar al gobierno del fatuo de Iván Duque, se preguntan si la compra de televisores se dio porque los que había estaban funcionando mal y si en la compra millonaria hay sobrecostos. Preguntas por supuesto legítimas, que se les hacen a quienes en campaña prometieron un cambio.
@germanayalaosor