Los humanos nos hemos besado en la boca desde tiempos arcaicos, por decirlo con enjundia histórica. Sin embargo, todavía no se puede hablar con certeza de una época durante la cual el amor y el sexo hayan estado precedidos del empalme de los labios de dos personas que manifiestan así su deseo de entrelazarse sin ropajes.
Existe, eso sí, un registro del beso en las culturas mesopotámicas más antiguas. El primer escrito encontrado hasta ahora aparece en un cilindro de arcilla en lenguaje cuneiforme sumerio -primera lengua escrita registrada-, conservado en el Museo de Arqueología y Antropología de la Universidad de Pensilvania. Es el ‘Cilindro de Barton’, excavado en la antigua ciudad sumeria de Nippur a finales del siglo XIX. Según la traducción elaborada por expertos, así se narraba la experiencia íntima del beso entre dos adultos, hace unos 4.500 años: «La hermana mayor de Enlil, Con Ninhursag, tuvo relaciones sexuales. Él la besó. El semen de siete mellizos produjo el embarazo en su vientre».
Setecientos años después de este testimonio en sumerio mitológico, la primera imagen artística de un beso entre humanos data de al menos 3.800 años atrás. Está en una tablilla babilónica conservada en el British Museum, que retrata a una pareja acostada sobre un sofá o, probablemente, encima de una cama.
Allí ellos, con sus cuerpos entretejidos y rebosantes de amor, se estampan un sensual beso que con seguridad sella un amor pasional. Tan ardiente, que logró traspasar la barrera de casi cuatro milenios para que hoy sus herederos podamos ser testigos de ese frenesí amatorio. Y que al verlos, reconozcamos en ese celestial erotismo, la primera obra de arte conocida, en la que se grabó ese instante de intimidad entre dos que, con seguridad, si no se amaron con locura, al menos sí lo hicieron con lujuria. ¡Lujuria sumeria, por supuesto!
OLGA GAYÓN/Bruselas