Por PUNO ARDILA
Un amigo me envió un video, muy corto, que resume en solo unos minutos la transformación de Singapur en sesenta años; muy poco tiempo (sesenta años) para la historia de una nación.
Singapur es una nación muy joven, que tiene como ejemplar particularidad el hecho de que no existe la corrupción –cuando menos no de manera distinta de cualquier delito menor–, porque allí no se puede negociar una infracción con un agente de policía o de tránsito, sacar a un preso de la cárcel “porque usted no sabe quién soy yo”, ni un político puede llenarse los bolsillos como parte de su merienda laboral cotidiana. Cualquier acción que se acerque a delito de corrupción hace que el aparato judicial se le venga encima, y termine envainado, pero en serio, porque si bien al principio las penas por corrupción eran la cárcel y hasta la expropiación, después de ver que no había resultados efectivos, optaron por la pena de muerte para el que le eche mano al erario.
La pena de muerte resultó de la prueba de encarcelar a los corruptos, que luego salían a disfrutar felices de lo robado (como hacen aquí, sin que se les note vergüenza alguna en esa jeta). El tráfico de influencias no existe, y las penas se sienten, aun si se trata de delitos pequeños; por ejemplo, un soborno, digamos, por evitar una infracción, o algún detallito similar, tiene como pena setenta mil dólares y la destitución del cargo. En esa nación, los organismos del gobierno son independientes, y se accede a los cargos públicos por meritocracia: llegan allí quienes están capacitados para ejercer el trabajo; los que han estudiado, no los que han lagarteado. Singapur se independizó como colonia británica, y partió de ser un nido de mercado negro, de pobreza y crímenes, de feminicidios y violaciones; de ser una ciudad sucia y desorganizada y de tener corrupción por montones, heredada de la época colonial, a convertirse en un pueblo pujante y desarrollado.
Para salir de la pobreza, Singapur comenzó limpiando las instituciones y el gobierno, a partir de leyes que respalden el propósito. Un sistema de justicia eficiente e independiente, capaz de aplicar la ley. Y Lee Kuan Yew ha sido enfático en su principio: “Si quieres luchar contra la corrupción, debes estar listo para enviar a la cárcel a tus amigos y familiares”. Las cinco claves de este líder se refieren a la sensibilización y la educación contra la corrupción; mejoras en la productividad y los salarios; agilidad burocrática; vigilancia a los funcionarios; y cero tolerancia contra la corrupción: toda figura pública (y funcionarios corruptos) con pruebas de corrupción en su contra fueron fusiladas, y los familiares de los corruptos fueron vigilados como posibles corruptos.
—Buenísimo —dijimos en coro los que vimos el cortometraje—; cómo sería de bueno que en Colombia apareciera un mandatario como el primer ministro Lee Kuan Yew y obligara a cambiar sustancialmente las normas y los procedimientos colombianos, comenzando por la educación, que debiera tener en su programa lineamientos fundamentados, como valores, ética y civismo. Que estableciera fuertes controles y leyes estrictas, y una entidad anticorrupción, que fuera independiente del Gobierno central, que arreste, multe y confisque. Pero, lamentablemente, en nuestro país ponen a un corrupto a vigilar la corrupción: el gato cuidando el queso…
Y nos pusimos, entonces, a echar globos pensando en lo que sería una Colombia sin corrupción; mejor dicho, sin corruptos. Es una utopía, porque aquí no existe (oficialmente) la pena de muerte –y no seré yo precisamente el que siquiera insinúe instaurar esa vaina–, y los resultados de la lucha anticorrupción se han convertido en un chiste más de los gobiernos y sus entes de control: el corrupto sabe que pueden pillarlo, así que ese evento forma parte de su planeación, y puede terminar su vida muchas veces despreciado por algunos y tal vez al margen de la actividad política, pero picho de plata; de la plata que alcanzó a robarse.
De modo que en Colombia el problema no es solo que haya corrupción y corruptos por montón, sino que el aparato estatal, ¡y también la estructura social!, están corrompidos, desde hace mucho, desde siempre; esa es nuestra naturaleza. Desde que nos invadieron, la herencia en el Nuevo Mundo fue un intento de sobrevivencia, desde la consecución del alimento diario hasta llegar a amasar fortunas que no llegan a satisfacer a su dueño, por inmensa que sea. Así que pensar en –por ejemplo, y solo echando globos– seguir el modelo de Singapur, significa acabar con la mayor parte del pueblo colombiano: los políticos ladrones (perdón por el pleonasmo), los funcionarios deshonestos, los policías y agentes mordelones, los falsificadores de todo y, en general, los “vivos”, de cuyo hecho se enorgullecen tantos colombianos.
(Ampliado de Vanguardia)