Según la Registraduría Nacional el voto en blanco “constituye una valiosa expresión del disenso a través del cual se promueve la protección de la libertad del elector”. Bajo esta premisa, la del voto como expresión de protesta, muchos electores asumieron su derecho a “elegir” en las votaciones del pasado 27 de octubre.
Fue así como el voto en blanco se incrementó, pasando del 3,79 por ciento en la elección del 2015 al 5,09 por ciento. En total fueron 1’078.366 votos. De otro lado, para gobernaciones subió del 7,92 al 11,19 por ciento, con un total 1’868.187 votos en esta ocasión.
En Bogotá también subió el voto en blanco: pasó del 3,63 por ciento en 2015 al 4,73 por ciento. En Cali se duplicó, llegando el 9,54 por ciento, mientras que en 2015 solo fue el 4,82 por ciento. Algo parecido ocurrió en la capital de Antioquia, Medellín, donde se incrementó de 6,1 por ciento en 2015, a 10,37 por ciento en 2019.
En Barranquilla sorpresivamente el voto en blanco ocupó el segundo lugar, con 79.852 sufragios, equivalentes a un 16,12 por ciento del total de los depositados en las urnas. Esto puso a dudar la posibilidad de que Antonio Bohórquez pudiera ocupar una curul en el concejo de la ciudad, después de la aplastante victoria de Jaime Pumarejo. Finalmente, el Consejo Nacional Electoral confirmó que sí tenía derecho.
En municipios pequeños como Santa Catalina (Bolívar) el voto en blanco logró el 42,33 por ciento, solo 1.313 votos lo distanciaron del ganador. Sin embargo, esto no representó una decisión libre del pueblo, puesto que mucha gente marcó la casilla blanca a cambio de bolsas de cemento, teja y varilla a cambio de sufragar en blanco. En pocas palabras hasta esta forma de expresión electoral terminó viciada por la corrupción.
Para que el voto en blanco gane y anule la elección debe obtener la mitad más uno de los votos, que se entiende como mayoría absoluta. Según el artículo 9 del Acto Legislativo 01 de 2009, “deberá repetirse por una sola vez la votación para elegir miembros de una corporación pública, gobernador, alcalde o la primera vuelta en las elecciones presidenciales, cuando del total de votos válidos los votos en blanco constituyan la mayoría. Tratándose de elecciones unipersonales no podrán presentarse los mismos candidatos, mientras que en las corporaciones públicas no se podrán presentar a las nuevas elecciones las listas que no hayan alcanzado el umbral”.
En Colombia solo ha habido tres victorias del voto en blanco por mayoría absoluta en elecciones para alcaldes: Susa, Cundinamarca (2003); Bello, Antioquia (2011), y Tinjacá, Boyacá (2015).
Preferible el voto obligatorio
Para darle mayor peso político a su opción como mensaje de protesta, los partidarios del voto en blanco deberían comenzar por hacer campaña para imponer el voto obligatorio. Esto les resultaría mejor ‘negocio’, tanto a los que sólo buscan el lucro económico como a los que honestamente lo asumen como una opción política a impulsar.
En lo económico, el artículo 28 de la Reforma Política permite ahora inscribir ante el Consejo Nacional Electoral (CNE) a comités para la promoción del voto en blanco. El resultado ha sido la proliferación de dichos comités en diversas regiones del país, alentados por el dinero que reciben por concepto de reposición de votos, puesto que el voto en blanco entra a la contienda como un candidato más.
El voto en blanco como ‘tendencia’ ha dado para casos bien llamativos, como que políticos ‘quemados’ en elecciones anteriores decidan promoverlo para favorecer sus intereses económicos con nombres que recurren a estrategias de mercadeo publicitario, como “Despierta” o “La voz de la conciencia”.
Abstención, idiota útil
Al margen de estas expresiones de claro tinte mercantilista, el voto en blanco tiene plena justificación democrática, pues es una manifestación activa de rechazo a las opciones existentes. Pero termina jugando a favor de los mismos políticos que pretende ignorar, debido a que los altísimos niveles de abstención lo diluyen en términos cuantitativos y hacen que su conquista como opción mayoritaria se convierta en una misión casi imposible.
El abstencionismo constituye la primera fuerza política del país, considerando que en toda elección presidencial es superior al 51 %, mientras que en elecciones regionales supera en muchos casos el 70 %. Esto es motivo de gran alegría para los políticos tradicionales, pues les basta con atraer una ‘clientela’ no muy numerosa para hacerse elegir. O sea, los abstencionistas se la ponen barata.
A modo de ejemplo, para elegir a un senador se necesitan entre 30 y 35 mil votos. Si se asume esa cifra como perteneciente al 40 % de los votantes potenciales, donde el 60 % restante corresponde a los que se abstuvieron de sufragar, tendríamos que si existiera el voto obligatorio ese candidato habría necesitado una suma aproximada de 100.000 votos para hacerse elegir.
Si existiera el voto obligatorio (o sea, si votara el 100 por ciento del censo electoral) y se quisiera elegir a un concejal, diputado, alcalde, senador o gobernador, no bastaría con hacerle una serie de favores a un círculo cercano de personas, sino que se le convertiría en obligación convencer además a los que no están dispuestos a canjear su voto. A muchos políticos entonces no les alcanzaría la plata o los favores para comprar la simpatía de tanta gente. En otras palabras, el voto obligatorio sería una poderosa herramienta para enfrentar la corrupción electoral.
La gente no vota porque cree que los políticos son corruptos, pero es cuando se abstiene de votar que patrocina la elección de los corruptos, y esto se traduce en que los abstencionistas son los verdaderos idiotas útiles de la corrupción reinante.
Es por eso que mientras no exista el voto obligatorio, el voto en blanco seguirá jugando a favor de los caciques políticos de turno, pues los índices de abstención se mantienen y los más perjudicados son los buenos candidatos, o sea aquellos que pretenden acceder al voto de opinión pero este les es esquivo porque termina triunfando la apatía general hacia “la política”.
Así las cosas, a los partidarios honestos del voto en blanco se les debería convertir en imperativo impulsar primero el voto obligatorio, como el mejor camino para lograr que dejen de imponerse los votos amarrados a las maquinarias electorales.