Era tímido y manso, tenía los dientes podridos y una vocecilla escasa y débil que gastaba imitando el canto de las aves. Su apodo obedecía a las sílabas que tartamudeaba como una llama agitada por la brisa al comienzo de todo intento de respuesta, como si siempre debiera justificarse por algo. El Yayo era el hazmerreír del pueblo, a quien todos cogían como el centro de sus burlas. Tan pisoteado y pateado como forro viejo de una bola de trapo. Su escuálida figura y su presencia desprevenida molestaba a algunos, así como su sonrisa retraída y su aire de no hacerle falta nada, hasta su pelo tostado, despeinado y rebelde. Presenció los restos calcinados de Nicanor, el joven tendero, quien en vida fuera una de las pocas personas que lo trató con respeto y dignidad. El cuerpo mancillado de Nicanor fue hallado en un extremo enrastrojado del puerto, a donde su madre luego de muchas súplicas y llanto, fragmentados y mezquinos indicios, lo halló. El Yayo siguió por instinto el rastro húmedo de sus lágrimas y asistió el dolor de esa mujer, hasta impulsarla a levantar lo que quedaba de su hijo muerto. No tenía certidumbre de lo ocurrido, pero sus ojos empapados en llanto le decían que los tiempos de la ingenuidad y la alegría habían quedado atrás. El mundo andaba al garete y lejos de su comprensión. Algo muy oscuro habitaba ahora el alma de las personas.
Pocas noches después observó a un grupo de hombres con armas y vestidos de camuflado que patrullaban las calles como tantas veces en el pasado y se aproximó hasta ellos con determinación. Jamás pisó una escuela, así que no advirtió la sigla que los identificaba.
—Muchachos, ahora sí me voy con ustedes—, les dijo todavía con voz quebrada y adolorida, —quemaron vivo a mi amigo Nicanor.
Los hombres lo examinaron de arriba a abajo, luego se miraron con desconcierto y lo invitaron a su campamento a las afueras del pueblo. Con sorna y preguntas engañosas, decidieron su destino entre risas y sin aspavientos. Ponían en duda que con su frágil estampa pudiera con un fusil, pero —eso es lo de menos— dijeron, —los locos tienen mucha fuerza. Antes de ponerle un uniforme debían saber si era capaz de cavar trincheras y le dieron una pala para que hiciera un hueco del tamaño de su cuerpo… Cavó tan profundo como pudo entre dos árboles que junto a la luna roja serían los únicos testigos de su desgracia. Quizá solo en el último instante, en esa milimétrica fracción de tiempo en que vio venir la pala directo a su sonrisa retraída, supo que se había equivocado de bando.