Texto leído por el ministro de Cultura de Colombia, Juan David Correa, en la inauguración de la Feria Internacional del libro de Venezuela, FILVEN, 2023, en el Laguito, Caracas.
Hay quienes piensan que es preciso seguir construyendo fronteras, muros, y divisiones materiales o imaginarias para detener los flujos humanos que ocurren desde el inicio del tiempo. Hay quienes insisten en la voraz —y procaz— idea de que es necesario borrar mediante un genocidio sistemático a una cultura para imponer la propia. Hay quienes alzan los hombros ante la desgracia y se alegran del fracaso ajeno y celebran con cinismo que la injusticia y la inequidad sigan siendo formas de dominación. Hay quienes soñaron, en tiempos recientes —para la historia—, con la posibilidad de que nuestro relato colectivo se fragmentara y nos condenáramos a vivir aislados los unos de los otros, buscando con ello promover la incapacidad de lo colectivo y el triunfo de la voluntad individual como epítome de una nueva época en la cual reinaría un mundo privado, supuestamente funcional y adecuado a las necesidades de cada quien, para crear una sociedad basada en la idea de que solo sobreviven los más fuertes porque los demás no han hecho lo suficiente.
Durante los últimos cuarenta años ha campeado este relato del individualismo bajo la instalación de una política y economía neoliberal. Por ese camino quisieron hacer morir la historia, convencernos de que América Latina, y cada una de nuestras sociedades, eran incapaces de inventar salidas a las crisis por ellas mismas y eran responsables de su desgracia, por mitologías historiográficas y determinantes geográficos que no nos permitían avanzar en los términos que los países del norte consideraban adecuados.
Poco a poco, la generación nacida en los años setenta y ochenta del siglo pasado fue despolitizada y sometida a la competencia como única forma de vínculo social. Si éramos nuestros propios enemigos, si construíamos vecindarios cerrados, si nos olvidábamos de la calle, de las esquinas donde en el pasado los racimos de amigos colgaban de los postes del alumbrado, si nos alejábamos de los pueblos originarios y preferíamos mantenerlos como anécdotas de un pasado con el cual ya no teníamos vínculos, si acumulábamos y convertíamos el prestigio en una serie de bienes suntuarios… si proclamábamos en público aquello que controvertíamos en privado… si hacíamos todo eso, éramos bienvenidos y el futuro ya era nuestro.
Se promovió entonces, en las vidas de clase media de colegios y hospitales privados, la idea de que se debía luchar individualmente, pasando por encima de los demás. Se permitía nombrar a quienes se consideraban inferiores socialmente como “indios” o “negros”, se aceptaba burlarse de la diversidad y la homofobia era un valor… si seguíamos repitiendo que nuestro lugar en la historia estaba un paso atrás, si nuestro único destino era irnos del país porque en nuestras sociedades no había futuro, todo era atraso, subdesarrollo —después quisieron arreglar el término diciendo que ¡estábamos en vías de desarrollo!—, si nos convencíamos de los estigmas con los cuales debíamos unificarnos en el relato de que no teníamos remedio, de que éramos violentos, de que la culpa de nuestros males era nuestro desorden, de que pensar distinto e insistir en que el cuidado del medio ambiente era una tontería sin bases científicas pues contábamos con recursos infinitos, de que los feminismos eran cuentos de mujeres barbudas, de que ser diverso era tener un problema de comportamiento, de que protestar y alzar la voz en contra de la evidencia era arriesgarse a que nos pasara algo… si hacíamos todo eso, alcanzaríamos un lugar de privilegio donde perpetuaríamos nuestros prejuicios y, quizás, sólo quizás, algún día llegaríamos a parecernos a aquello que se prometía como el paraíso perdido y al cual solo podían acceder unos cuantos. El tiempo se convirtió en dinero.
Pero el plan falló. Esas sociedades que admiraban nuestros dirigentes y pretendían instalar una conciencia transnacional y globalizada, sabían que tarde o temprano, sus desarreglos volverían a aparecer y habría que inventar una nueva para continuar promoviendo el miedo, el fracaso y la derrota como únicos destinos de nuestras labores y nuestros días.
Derrota, una palabra que cabe toda en el inmenso poema del gran Rafael Cadenas:
Yo que no he tenido nunca un oficio
que ante todo competidor me he sentido débil que perdí́ los mejores títulos para la vida
que apenas llego a un sitio ya quiero irme (creyendo que mudarme es una solución)
que he sido negado anticipadamente y escarnecido por los más aptos
que me arrimo a las paredes para no caer del todo que soy objeto de risa para mí mismo que creí́ que mi padre era eterno
que he sido humillado por profesores de literatura
que un día pregunté en qué podía ayudar y la respuesta fue una risotada
que no podré nunca formar un hogar, ni ser brillante, ni triunfar en la vida
que he sido abandonado por muchas personas porque casi no hablo
que tengo vergüenza por actos que no he cometido que poco me ha faltado para echar a correr por la calle que he perdido un centro que nunca tuve
que me he vuelto el hazmerreír de mucha gente por vivir en el limbo
que no encontraré nunca quién me soporte
que fui preterido en aras de personas más miserables que yo que seguiré́ toda la vida así́ y que el año entrante seré́ muchas veces más burlado en mi ridícula ambición
que estoy cansado de recibir consejos de otros más aletargados
que yo («Ud. es muy quedado, avíspese, despierte») que nunca podré viajar a la India
que he recibido favores sin dar nada en cambio
que ando por la ciudad de un lado a otro como una pluma que me dejo llevar por los otros
que no tengo personalidad ni quiero tenerla que todo el día tapo mi rebelión
que no me he ido a las guerrillas que no he hecho nada por mi pueblo
que no soy de las FALN y me desespero por todas estas cosas y por otras cuya enumeración sería interminable
que no puedo salir de mi prisión
que he sido dado de baja en todas partes por inútil
que en realidad no he podido casarme ni ir a París ni tener un día sereno
que me niego a reconocer los hechos que siempre babeo sobre mi historia
que soy imbécil y más que imbécil de nacimiento
que perdí́ el hilo del discurso que se ejecutaba en mí y no he podido encontrarlo
que no lloro cuando siento deseos de hacerlo que llego tarde a todo
que he sido arruinado por tantas marchas y contramarchas que ansío la inmovilidad perfecta y la prisa impecable
que no soy lo que soy ni lo que no soy
que a pesar de todo tengo un orgullo satánico aunque a ciertas horas haya sido humilde hasta igualarme a las piedras
que he vivido quince años en el mismo círculo
que me creí́ predestinado para algo fuera de lo común y nada he logrado
que nunca usaré corbata que no encuentro mi cuerpo
que he percibido por relámpagos mi falsedad y no he podido derribarme, barrer todo y crear de mi indolencia, mi
flotación, mi extravió una frescura nueva, y obstinadamente me suicido al alcance de la mano
me levantaré del suelo más ridículo todavía para seguir burlándome de los otros y de mí hasta el día del juicio final.
Si la esperanza era una palabra para esquela cursi, y si no había posibilidad de pensar en un cambio social, todo iba a estar bien. Cada quien seguiría ocupando su lugar y quien osara amenazar el statu quo sería condenado al ostracismo y al misterio del rumor moral para ser sometido en nombre del deber ser y de las buenas costumbres.
Como todo aquello se ponía en marcha, era preciso que se despoblaran los campos y, bajo el pretexto de una violencia sempiterna, la gente caminara, se desplazara, desocupara lo que se necesitaba vacío, sin vida, sin comunidad. Cientos de miles caminaron hacia este país, Venezuela, que nació́ con el nuestro, que fue otro y fue el mismo, y vinieron a vivir en sus calles, laderas y campos y encontraron a otros seres que les tendieron la mano a pesar de que todo complotaba contra ello. Así, la hospitalidad, esa bella palabra que nos invita a pensarnos por fuera del deber ser, del lugar privado, y sin control alguno sobre nuestro propio saber para darle lugar a otros, se ha hecho sin que medien poderes o políticas. Ese lugar se lo dieron ustedes, queridos venezolanos, a miles de colombianos. Ahora nosotros esperamos seguir insistiendo que los estigmas son las formas recurrentes del miedo y el control.
El gobierno del presidente Gustavo Petro quiere reconocer hoy esa idea fundacional en nuestra vida republicana. Si fuimos la Gran Colombia ¿por qué habrían de convencernos de que éramos sospechosos los unos de los otros? Si navegábamos los mismos ríos que se llamaban Orinoco, o habitábamos el desierto de La Guajira con nuestros palabreros wayuu —que podrían enseñarnos que las fronteras son líneas de tinta cuya única materialidad es que están hechas de polvo que viaja por el aire
de continente en continente—, ¿por qué debíamos emprender ideas guerreristas sobre nuestros límites? Si comíamos tamales, hayacas, arepas, y oreábamos la carne, ¿por qué teníamos que disputarnos la absurda denominación de origen? Si éramos los mismos, tan distintos, tan nosotros, ¿por qué insistían en concebirnos como dos estrellas distantes que debían brillar o apagarse por sí mismas sin aspirar a ser iluminadas entre sí…?
Frontera, una palabra que cabe entera en unos versos de Trilce, del enorme Vallejo:
Vuelve la frontera a probar
las dos piedras que no alcanzan a ocupar una misma posada a un mismo tiempo.
La frontera, la ambulante batuta, que sigue inmutable, igual, sólo… más ella a cada esguince en alto.
Para Colombia es un privilegio estar aquí y reivindicar el valor de nuestra amistad, de nuestra lengua compartida, de nuestro horizonte que aparece en nuestros gestos, en la sensibilidad de sabernos próximos, parte de los mismos llanos y del mismo Caribe a los que desde las libérrimas montañas andinas hemos considerado expresiones de la falsa lucha entre civilización y barbarie.
La oportunidad de ser acogidos por ustedes hoy en Caracas es única y estupenda. Hay quienes creemos que el plan falló y debemos acudir a la imaginación y a la esperanza, quienes creemos en que se puede pensar distinto y estar juntos, que debemos actuar sin dubitaciones ante la emergencia climática, que podemos sentarnos de nuevo en las esquinas y devolverle a nuestras sociedades la certeza de que la colaboración humana es el único camino posible, así se nos quiera demostrar, en nombre de la ciencia y la tecnología, que lo nuestro es pura palabrería y que los hechos incluidos en el relato excluyente que se construyó desde la hegemonía durante estos dos últimos siglos, debe permanecer intocado. Nosotros creemos en abrir la puerta para que entre el aire. Creemos en que cabemos todos. Y que nadie puede volver a prohibirnos la capacidad de soñar.
Amen, una palabra que cabe entera en el poema del enorme poeta que fue Mutis:
Amén
Que te acoja la muerte con todos tus sueños. Al retorno de una furiosa adolescencia,
al comienzo de las vacaciones que nunca te dieron, te distinguirá la muerte con su primer aviso.
Te abrirá los ojos a sus grandes aguas,
te iniciará en su constante brisa de otro mundo.
La muerte se confundirá con tus sueños y en ellos reconocerá los signos
que antaño fuera dejando, un cazador que a su regreso
reconoce sus marcas en la brecha.
Ministro de las Culturas, las Artes y los Saberes de Colombia