«Desde septiembre se siente que viene diciembre», repite el sonsonete de una conocida cadena de radio en Colombia. Y sí, se siente la cercanía de un mes que, además de aumentar el consumo, también es aquel en el que se discute y se acuerda —o se decreta, si no hay acuerdo— el salario mínimo del año siguiente. Así que, si la emisora se da la licencia para meternos por los oídos el espíritu decembrino desde tan temprano, también es lícito anticiparnos en un balance de lo que implicó hace casi un año el aumento del 12,07 %, el segundo más alto en lo que va del siglo en términos porcentuales, luego del incremento del 16 % para 2023, también en el gobierno de Gustavo Petro.
La discusión suscitó un debate acalorado. Diversos sectores, especialmente gremios empresariales y algunos economistas conservadores, alertaban sobre los peligros de una política de incremento sustancial en los salarios. La preocupación central giraba en torno a la posibilidad de que un alza desmedida desencadenara un proceso inflacionario que terminaría afectando a los mismos trabajadores a quienes se intentaba beneficiar. Uno de ellos fue Luis Fernando Mejía, director de Fedesarrollo, quien dijo en una entrevista radial que el aumento del salario mínimo había sido “mayor al esperado y tendría su impacto en la inflación”.
En efecto, el 29 de diciembre de 2023, cuando el gobierno confirmó el aumento del salario mínimo a $1.300.000, las voces de alerta fueron numerosas. El argumento clásico es simple: cuando se aumenta el salario mínimo sin un crecimiento equivalente en la productividad, se incrementa el poder adquisitivo de los trabajadores, y también, la demanda por bienes y servicios. Si la oferta no logra ajustarse con la misma rapidez, los precios suben, y se produce inflación. Este es el principio que muchos economistas consideran inevitable cuando se trata de aumentos salariales en economías como la colombiana, que aún enfrenta altos niveles de informalidad y baja competitividad en algunos sectores.
Ese fantasma ha sido un factor limitante en las discusiones sobre el salario mínimo por décadas. Cada diciembre, cuando empresarios, sindicatos y gobierno se sientan a la mesa para negociar, la sombra de una potencial espiral inflacionaria suele frenar los esfuerzos por mejorar el poder adquisitivo de los trabajadores de manera significativa. Sin embargo, en esa ocasión (2022), el recién elegido gobierno de Petro decidió tomar un rumbo diferente. Amparado en una política que privilegia la redistribución del ingreso y el fortalecimiento del consumo interno, optó por un incremento histórico, el cual, según sus críticos, desestabilizaría la economía nacional.
Un año después del aumento del salario mínimo en 12,07 % —y dos después de un aumento del 16 %—, la realidad parece contradecir las predicciones más pesimistas: la inflación se ha mantenido a la baja en el último año. ¿Por qué no se produjo la catástrofe inflacionaria que se vaticinaba? Hay varias razones que pueden ayudar a entender este fenómeno. En primer lugar, es importante considerar el manejo prudente de la política monetaria por parte del Banco de la República, que durante el último año ha ajustado las tasas de interés de manera estratégica, con el objetivo de contener las presiones inflacionarias sin asfixiar el crecimiento económico. Estas medidas han permitido mantener el equilibrio entre el aumento de la demanda interna dado por el incremento salarial y la oferta disponible.
En segundo lugar, el gobierno de Petro ha implementado políticas sociales y económicas que han amortiguado el impacto inflacionario del aumento salarial. Entre ellas, destacan los programas de apoyo a la formalización laboral, que han buscado reducir los niveles de informalidad en el país, y las políticas de fomento a la productividad en sectores claves, como la agricultura y la industria. Estas iniciativas han permitido que el crecimiento en el consumo no se traduzca automáticamente en un aumento desmesurado de los precios, ya que la oferta ha podido responder de manera adecuada en ciertos sectores.
Ahora bien, el manejo económico de este gobierno merece una reflexión más profunda. Durante su campaña, muchos de sus críticos lo acusaban de ser un líder populista que implementaría medidas irresponsables desde el punto de vista fiscal y monetario. Sin embargo, la experiencia de estos primeros dos años demuestra que el aumento del salario mínimo no fue una decisión aislada ni improvisada. Al contrario, formó parte de un paquete más amplio de políticas que buscan reducir la desigualdad —su principal promesa de campaña— y dinamizar el mercado interno, todo ello sin descuidar la estabilidad macroeconómica. El alza salarial no solo era necesaria desde el punto de vista social, también ha demostrado ser una herramienta eficaz para dinamizar el consumo y fortalecer el mercado interno.
Colombia ha demostrado que es posible apostar por la justicia social sin sacrificar la estabilidad económica. El manejo responsable de la economía en el gobierno de Gustavo Petro ha sido clave para evitar los escenarios más temidos y para mostrar que un aumento significativo del salario mínimo no tiene por qué ser sinónimo de inflación descontrolada. Este es un ejemplo de que, cuando se toman decisiones audaces con un enfoque integral y responsable se puede avanzar hacia un país más justo y equitativo sin comprometer su futuro económico.
Durante muchos años nos dijeron que subir demasiado el salario mínimo produciría inflación; tuvo que llegar el primer gobierno de izquierda para demostrar, en la teoría y en la práctica, que no necesariamente tiene que ser así, incluso habiendo subido considerablemente la gasolina y el diésel y con un paro camionero de por medio. ¿Habrá subido acaso la productividad del país? Por eso la frase del estratega político James Carville, que empezó siendo un anuncio pegado para sí mismo en la oficina y se convirtió en el eslogan de la campaña de Bill Clinton a la presidencia hace ya 30 años, cobra vigencia para desmentir a quienes se empeñan en decir que no ven el cambio: “¡Es la economía, estúpido!”.