Por JORGE GÓMEZ PINILLA
En días recientes, durante visita realizada a San Vicente de Chucurí, Santander, encontré la placa conmemorativa de una obra que llamó mi atención y hoy suscita varias reflexiones. (Ver foto).
Se trataba de la remodelación del parque principal de ese municipio, ni siquiera de su construcción, y ahí se lee: “Esta gran obra es entregada a los santandereanos en el Gobierno de la Gente, Richard Aguilar Villa”. Para empezar, ¿cómo así que gran obra? ¿Se trata acaso de la construcción de una hidroeléctrica o de una autopista 4G? No, fue que remodelaron un parquecito.
Lo segundo, el nombre del que quiere pasar a la posteridad, Richard Aguilar Villa, hoy cobijado por orden de detención carcelaria mientras se le juzga por actos de corrupción, mientras que la condición jurídica de su padre el exgobernador Hugo Aguilar es aún más delicada, pues fue condenado a nueve años de prisión por la Corte Suprema de Justicia por pertenencia a un grupo paramilitar, el Bloque Central Bolívar (BCB) para más señas.
Pero usted va caminando por cualquier pueblo turístico de Santander y encuentra a su paso la más variopinta procesión de placas conmemorativas de “grandes obras” de padre e hijo, el primero condenado por la justicia y el segundo en condición sub judice mientras se dicta la sentencia.
Y usted se acuerda de fallo reciente del Juez 15 Administrativo de Bucaramanga a favor de una acción de cumplimiento interpuesta por el ciudadano James Steve Cañizales Serrano, quien pedía el retiro de una placa conmemorativa de Richard Aguilar instalada en la base de la estatua del Cerro El Santísimo, en Floridablanca. (Ver noticia). Cañizales logró que la retiraran, en acatamiento a que está prohibido “instalar monumentos o placas públicas destinadas a recordar la participación de los funcionarios en la construcción de obras públicas, a menos que así lo disponga una ley del Congreso”.
Lo ocurrido en Santander tendría una doble consecuencia, pues no solo contravienen la norma al dejar en piedra o metal indeleble mensajes de corte politiquero, sino que los autores de esas placas se hallan en una condición jurídica que obligaría a su retiro o al menos lo justificaría.
Mucho se ha denigrado de los supuestos actos vandálicos en los que habrían incurrido las personas que han derribado estatuas de conquistadores como Sebastián de Belalcázar, a quien antes del derribamiento le hicieron un juicio simbólico donde se le declaró culpable de genocidio, apropiación de tierras y despojo.
Transido por ese mismo sentimiento de indignación, el suscrito columnista quizá cayó también en una especie de vandalismo intelectual cuando propuso que “Derriben la estatua de Aguilar” (ver columna), en referencia a que el Parque Nacional del Chicamocha -Panachi- exhibía para nacionales y extranjeros el busto de un reo de la justicia, Hugo Heliodoro Aguilar Naranjo, cuya pena no había acabado de cumplir.
Es probable que hoy ese busto adorne el patio trasero de alguna de las casas que posee, que es donde le corresponde estar, pero la discusión es otra.
Se trata es de juzgar la validez o no de ordenar el retiro de las placas que tanto en Santander como en cualquier lugar de la geografía nacional “adornen” toda obra cuyo autor pretenda perpetuarse en la memoria de su pueblo, pero se halle ante la justicia en condición de condenado o de enjuiciado, o sea sub judice.
Me atrevo a pensar que serían decenas las que habría que retirar en Santander, incluidas las del tercer vástago de la saga Aguilar, el buen muchacho Nerthink Mauricio, hoy gobernador no encausado pero sí bajo sospecha y quien con toda seguridad ya lleva en su haber varias placas “de su cosecha”.
¿Qué tal entonces si en cada departamento o en cada municipio les diera por crear brigadas encargadas del retiro -por no decir derribamiento- de dichas placas, a todas luces ilegales? Sería una contribución que se le haría a un justo devenir de la historia, y tendría además respaldo jurídico, pues la ley las prohíbe.
Habría que pensar además en la utilidad económica que tendría para recicladores y chatarreros de todo el país, dependiendo del material a desprender, metal o piedra.
Es más, si en Bogotá se me pidiera integrar una brigada cuya tarea fuera retirar -o derribar- la placa en mármol que el senador Ernesto Macías hizo instalar en homenaje a Álvaro Uribe en el Capitolio (ver noticia), acudiría con gusto.
Pero ojo, no porque se trate de Uribe como político o como exmandatario, sino porque se halla en condición sub judice a partir del día en que la Corte Suprema le decretó orden de detención, así la jurisdicción de su proceso haya pasado a la fiscalía del obsecuente Francisco Barbosa y el lacayo Gabriel Jaimes.
En otras palabras, siendo su condición jurídica actual la de un sujeto investigado y sometido a juicio, ¿tiene presentación o se justifica que una pared del mismísimo Congreso de la República esté “adornada” con una inmensa placa en homenaje a un político sindicado por la justicia, y además sospechoso de crímenes incluso de lesa humanidad, como las masacres de El Aro y La Granja?
Así las cosas, señores brigadistas, procedan. Derriben o retiren esa mancha a nuestra institucionalidad, con la mayor prontitud. La juridicidad de la norma y hasta el sentido común los justifican.
Post Scriptum: ¿Por qué a tantas personas de supuesta condición cristiana les duele tanto la eutanasia? ¿Por qué quieren impedir que otros adopten decisiones que no comprometen la vida de quienes no comparten esas decisiones? Al respecto vea aquí artículo de El Unicornio, y si quiere contribuir con la Vaki Adopte un Unicornio haga clic en este enlace.
Twitter: @Jorgomezpinilla