Por GERMÁN AYALA OSORIO
En el contexto de las multitudinarias marchas adelantadas en todo el territorio nacional contra la Reforma Tributaria del gobierno de Duque-Uribe, como principal detonante pero no el único, se produjo en Cali el derribamiento de la estatua de Sebastián de Belalcázar.
De inmediato muchos medios, con sus periodistas fletados en coro con voceros de entidades oficiales, salieron a descalificar y a criminalizar el acto simbólico, protagonizado por miembros del pueblo Misak.
Apenas ocurrió el derribamiento del maltratador indígena, la alcaldía de Cali ordenó su reubicación. Lo curioso es que el secretario de Cultura de Cali, José Darwin Lenis, según EL PAÍS, pidió a los indígenas dialogar y evitar vías de hecho: «como sociedad requerimos encontrar un equilibrio representativo o simbólico y siempre proteger los bienes públicos. Vamos a establecer mesas de trabajo con Cabildos Indígenas, Consejos Comunitarios, instituciones y ciudadanía para buscar salidas conjuntas a nuevos monumentos».
Olvida el funcionario que el principio representativo del que habla, históricamente ha sido desconocido por la <<cultura blanca>> dominante, la misma que a través de formas de violencia cultural y estructural señala a los indígenas como <<incivilizados, premodernos y perezosos>>, mientras los somete a condiciones de pobreza y miseria.
Si estuvieran dispuestos a dialogar con los indígenas Misak sobre los íconos que recojan el sentir de todos los caleños y vallecaucanos, no habrían corrido a poner nuevamente en el pedestal a Belalcázar.
No entiendo la indignación que produce en muchos el derribo de una estatua de un macho violento como lo fue Sebastián de Belalcázar. Quisiera ver y oír manifestaciones y rechazos unánimes frente al asesinato de lideresas y líderes sociales en el país. Pero no, nos preocupa más un pedazo de bronce fundido, legitimado más por el turismo y la historia oficial que por la aceptación social y universal de todos los caleños, vallecaucanos y caucanos.
Volviendo al planteamiento de Lenis, la alcaldía de Cali debería abrir un espacio de concertación con los indígenas que con con justa razón se sienten violentados por la imagen del conquistador. Propongo que en medio de la discusión se piense en instalar, por ejemplo, representaciones de los animales y/o plantas que hoy están en peligro de extinción o amenazadas. O quizás sea la hora de poner allí y exaltar a las lideresas y líderes sociales asesinados. O la imagen de Quintín Lame, como gesto de reconciliación con nuestros indígenas. O una figura afro o campesina que sirva de ofrenda, a manera de ramo de olivos, para insistir en la necesidad de consolidar una paz estable y duradera, en los términos del Tratado de Paz firmado en La Habana, en particular en su componente étnico.
El llamado es a indignarnos por lo que realmente vale la pena, no por una pieza de bronce cuyo valor simbólico viene sufriendo un profundo desgaste, en virtud a que hoy la sociedad caleña y en general la colombiana están viendo con otros ojos a los pueblos indígenas. ¿Por qué? Por la dignidad, la resistencia y la capacidad que han demostrado para enfrentar esas narrativas que los subvaloran y echan en el olvido sus aportes a nuestro proceso de mestizaje. Ese mismo proceso que unos cuantos “blancos” de Cali, el Cauca y Valle del Cauca insisten en desconocer. Esos son los mismos «momios» -al decir de Ramiro Bejarano- que hoy se rasgan las vestiduras por la caída del vetusto ícono.