Por PACHO CENTENO
Colombia es una Nación mal parida (favor no leer malparida), que nació de una pelea terrible entre nuestros padres de La Patria: después de la Batalla de Boyacá -que nos dio la Independencia- se trenzaron en una terrible disputa por el poder, que aún no termina. A nadie le importó en aquella época la Nación (favor leer el pueblo), sino los intereses particulares de los dos bandos que se formaron. Siempre hemos vivido entre dos bandos (favor no leer “bandas”), siempre polarizados. O sea, la polarización no es cosa de ahora.
Santander (favor leer Francisco de Paula) quería una Nación federalista, conformada por pequeños Estados, para distribuir así de mejor manera el poder sobre el territorio. Bolívar (Simón, por supuesto) quería una Nación centralista, que el poder se concentrara en la capital del naciente país. Como ahora.
Después de muchas disputas violentas (la violencia nunca nos desampara), nuestros padres por fin se pusieron de acuerdo en un pueblito llamado Villa del Rosario, cerca de Cúcuta, y firmaron la primera Constitución el 21 de agosto de 1821. Ese día todos se abrazaron y besaron (sin confirmar esto último) y prometieron ser amigos y trabajar por todos los “grancolombianos” que había en ese momento y los que nacerían después.
Éramos grancolombianos porque el país no se bautizó Colombia sino La Gran Colombia, porque Colombia y Venezuela -y luego Ecuador- fuimos hermanos, hijos del mismo padre. No éramos tan insignificantes y risibles como ahora, sino una prometedora potencia de la geopolítica continental. Nacimos grandes y estuvimos a punto de ser mucho más grandes, si no hubiera sido por la peleadera entre nuestros padres de la patria: Santander intentó asesinar a Bolívar y Bolívar se declaró dictador y lo echó del país.
Después de eso comenzamos a ser cada vez más minúsculos, mediocres, patéticos hasta el punto de celebrar a rabiar aquel gol contra Alemania en el mundial de 1990 y el 5-0 contra Argentina, de creer que nuestro café es el mejor del mundo y que nuestro himno es el segundo mejor también.
La peleadera de aquellos dos se prolongó durante todo el siglo XIX, mediante interpuestas personas. El sueño de Santander, el de los estados federales, se cumplió por unos añitos, pero luego se regresó a la centralidad y por supuesto a la guerra. Y no a cualquier guerra, no a estas guerritas donde a lo largo de todo un año solo mueren unos 50 combatientes entre los bandos, sino a una que provocó más de 100.000 muertos y que involucró a toda la Nación (no existen cifras exactas, algunos dicen que fueron 300.000).
En esa guerra que duró mil días (menos de 3 años), además de las pérdidas humanas perdimos al departamento de Panamá, que decidió entregarse en adopción a los padres fundadores de los Estados Unidos, quienes prometieron portarse bien con sus nuevos hijos, hermanos nuestros de sangre, que vivían en nuestra propia casa. Hoy se llaman panameños.
De esta tragedia nacional los otrora “gran colombianos” no aprendimos nada, mantuvimos la misma peleadera todo el siglo XX y lo que va corrido del XXI, y nos seguimos matando en acelerado cuentagotas, de manera aleve y traicionera.
Convertimos nuestra pequeñez en nuestro orgullo y a nuestros verdugos en salvadores, y a todo aquel que pretenda quitarnos o cambiarnos, o controvertirnos ese “orgullo nacional”, lo llevamos al patíbulo. Lo crucificamos, lo desprestigiamos, lo baleamos en un andén de la capital o en el asiento de un avión en pleno vuelo, o en una tarima custodiada por decenas de agentes del gobierno. O desde nuestras redes sociales, que es otra manera de matar, mucho más perversa y efectiva, porque se mata a una persona con ideales se mata a todas las demás que comparten su sueño.
“Plomo es lo que hay”, le gritó alguien en una calle de Medellín a un paisano suyo que no pensaba como él. Y plomo encontraron los 6.402 muchachitos pobres que lo único que querían era tener un trabajito para llevar algún dinero a su casa, para que sus papás y sus mamás tuvieran alguito que comer. Esos “hombrecitos”, como los llama un candidato al solio de Bolívar, nunca entendieron por qué los iban a matar, ni lograron imaginar en ese momento el viacrucis que sufrirían sus madres para encontrarlos y saber la verdad de su muerte, la peor de todas las muertes: la que está revestida de inocencia absoluta y verdad, solo comparable con la muerte a la que someten a los niñitos de los barriecitos y veredas pobres a los que el Estado les niega una mínima posibilidad de salir de su ignorancia, esa muerte lenta que llevarán a cuestas con resignación durante toda su vida y los obligará a pensar lo que no piensan y a hacer lo que no deben, pero les toca, y no lo que quisieran ser y pensar.
Esas “vaquitas de leche” con las que un candidato presidencial se hizo multimillonario haciéndoles casitas con hipotecas a 20 años, al igual que los demás dueños de este latifundio improductivo llamado país, al que consideran de su propiedad, aunque muchos de sus títulos sean falsos.
@pacho_centeno
Foto de portada: José María Espinosa, 1853