Por OLGA GAYÓN/Bruselas
Mis pantalones me abandonaron porque esa mitad de mi cuerpo que me lleva a contactar con la tierra ha crecido de una manera desproporcionada. Un día sintieron que podían reventar y dijeron: hasta aquí llegamos.
Desde entonces desaparecieron de mi armario, de la lavadora y del tendedero, hasta llegar a impedir que mis ojos los avistaran. No los eché de menos porque ya estoy acostumbrada al abandono de mis prendas después de comprobar que a mi cuerpo ya no entran ni con mantequilla; nunca, por tanto, hicieron falta para arroparme del frío o protegerme de los inclementes rayos del sol
Me he ido habituando a que las cosas materiales se desentiendan de mí. Por fortuna, como son sustancia y no espíritu, cuando se alejan incluso sin dejar rastro, mi corazón no siente pena. Así han quedado atrás, sin hacer parte de mi historia, las cosas que te muestran ante el mundo pero que, también a veces, cumplen con la impresentable e imperceptible labor de ocultarte ante ti misma.
Las prendas, las nuestras, las que nosotros elegimos, pueden convertirse en tus más feroces enemigas. Y así lo han sido muchas que, tras amarlas y mimarlas, me han traicionado de la forma más cruel, al punto que han llegado a ser totalmente insensibles.
Por ello, cuando estos pantalones se fugaron de mi vida, ni siquiera me di cuenta. Eso, presiento, ocurrió hace algunos años. Y hoy me los he encontrado en el portal de mi casa. Estaban ahí, majestuosos, con sus compañeros inseparables, los zapatos, intentando recuperar mis afectos para poder estar de nuevo estrechando mis pronunciadas curvas. Venían florecientes. Las flores que les habían brotado desde su más preciado interior venían como emisarias que anunciaban el regreso de esos pantalones a mi vida. Ellas, hermosas, alegres y vivarachas, sin mediar palabra lograron convencerme. Pero me persuadieron ellas; no los pantalones.
A esos ingratos que se van sin decir adiós no los quería nunca más en mi vida y mucho menos rozando esta piel que en muchas ocasiones es más íntima que mi propia alma. Era a ellas, las que hicieron renacer esos ingratos, las que quería a mi vista. Por ello, a ellos les impedí el paso por mi portal. Por contra, a ellas, las bellas, les he permitido que se queden sobre mi acera, para que al abrir mi ventana todas las mañanas sean las primeras sonrisas de mi nuevo día. Y en efecto, al despuntar el día, su naturalidad florida, es la que me dice, buenos días. Y así todos los días…