Por GERMÁN AYALA OSORIO
Los hechos vandálicos ocurrido en Brasilia (Brasil) sirven para constatar que la democracia se torna frágil no tanto por el incumplimiento de las normas y los designios propios del régimen democrático, sino por la concepción acomodaticia que de esta se tiene cuando un bando político pierde el poder y el control del Estado y sus seguidores se sienten con el derecho de pisotear las instituciones. En este caso, el bando de los bolsonaristas dejó claro el concepto de democracia que guió a la turba en la arremetida contra las instituciones y que es el mismo con el que mandó Jair Bolsonaro durante su periodo presidencial: a los trancazos.
Las hordas salvajes que irrumpieron en las instituciones que representan los poderes públicos de Brasil no son la expresión de un descontento popular en torno a medidas económicas o por condiciones sociales asociadas a la extrema pobreza y el hambre. Es decir, no se trató, como se sugirió en Colombia, de un estallido social. No. Por el contrario, dan cuenta de una de-construcción perversa del concepto de democracia y de las otras nociones que confluyen en esa compleja e imantada categoría política. Hablo del respeto a la diferencia, el reconocimiento de la Otredad, la convivencia y de la paz.
Quienes vandalizaron los edificios públicos en Brasilia lo hicieron amparados en una concepción bastante pobre de la democracia, en la medida en que desconocieron el triunfo electoral y político de Lula da Silva y deslegitimaron el derecho a votar de manera libre de los compatriotas que no votaron por Bolsonaro, así como los que votaron en blanco o se abstuvieron de participar de la jornada electoral.
Lo sucedido en Estados Unidos en 2021 con la turba que envió al Congreso Donald Trump y en Brasil hace ya más de 24 horas, exponen la dimensión social e individual de la democracia, más allá de cualquier referencia asociada a las instituciones y a la institucionalidad democráticas derivadas del ejercicio político del poder ejecutivo. Los vándalos que causaron los destrozos en las instituciones de los poderes públicos en Brasil y los que en su momento entraron como forajidos a las instalaciones del Congreso en los EE.UU. hacen parte de un proyecto pre-político en la medida en que con este no hay reconocimiento del Otro como igual, como ciudadano; es más, ese Otro es el enemigo y cuando internamente estos ciudadanos hacen este tipo de declaraciones, estamos ante el preludio de un conflicto social mayúsculo, fruto de una fractura sociopolítica provocada por la intolerancia y los tóxicos liderazgos de Trump y Bolsonaro.
En Colombia ya hay visos de proyectos surgidos del dañino liderazgo de políticos como Álvaro Uribe, Federico Gutiérrez, Enrique Gómez, Iván Duque y Enrique Peñalosa, entre otros. Quienes apoyaron la política de seguridad democrática (2002-2010) y los que guardaron silencio cómplice frente a las atrocidades cometidas en nombre de esa política pública, se acercaron mucho al proyecto pre-político del que hacen parte los trumpistas en USA y los bolsonaristas en Brasil.
Alrededor de la izquierda que hoy gobierna en Colombia podría gestionarse un proyecto pre-político parecido al que deambula al interior de las sociedades de los Estados Unidos y de Brasil. Por ello, lo mejor que puede hacer la izquierda democrática es formar ciudadanos, militantes y seguidores en el respeto a la opinión ajena, al reconocimiento de la diferencia y de los diferentes. Solo una sociedad cuyos miembros tengan un amplio sentido de la democracia puede minimizar la ocurrencia de hechos deplorables acontecidos en Brasil y Estados Unidos. La democracia se torna frágil desde el preciso momento en el que asumimos al Otro como enemigo y a las instituciones democráticas como objetivos “militares” a los que hay que llegar a como dé lugar. El pasado etimológico del vocablo horda da cuenta de un sentido militar que de manera natural desdice de la democracia. Esa es la perspectiva bélica que inspiró a los bolsonaristas a querer aniquilar los símbolos de la democracia.
@germanayalaosor