Por ERNESTO SAMPER PIZANO
En los años sesenta se volvió costumbre en América Latina el derrocamiento violento de sus gobiernos: un grupo de militares irrumpía a medianoche, sacaban a los presidentes de la cama, los llevaban a un avión y los deportaban a otro país. En otros casos, como el de Allende, los asesinaban. Vivíamos entonces los tiempos de la antidemocracia. Con el tiempo, los Estados fueron recuperando y fortaleciendo sus sistemas institucionales consignándolos en nuevas constituciones, más garantistas y estatistas que las anteriores. La continuidad democrática en términos de gobernabilidad empezó a ser un activo político de los países en sus relaciones internacionales. A partir de los años setenta, la mayor parte de los países latinoamericanos se acostumbraron a elegir a sus gobernantes a través de elecciones organizadas por autoridades electorales nacionales independientes y modernizadas, vigiladas por representantes de los partidos y movimientos que participaban electoralmente. Desde entonces, hasta hoy, se han celebrado más de un centenar de elecciones nacionales y locales en todos los países de América Latina y del Caribe.
Ya en estos tiempos, han surgido nuevos actores políticos de derecha, especialmente grupos económicos y comunicacionales, que han empezado a actuar como poderes fácticos mientras que los partidos progresistas, como actores institucionales, han comenzado a ser estigmatizados por la antipolítica pregonada por las redes sociales, el pragmatismo autoritario de partidos conservadores, que han tomado el rumbo del neofascismo, y el clientelismo propio del presidencialismo latinoamericano que deslegitima la representatividad partidista. Las organizaciones sociales, como los sindicatos y las asociaciones comunitarias de campesinos y los gremios empresariales se han visto, desde entonces, afectados por la pérdida de reconocimiento legal y colectivo profundizando la crisis del sistema representativo democrático.
Los antiguos golpes militares de Estado han sido reemplazados por golpes blandos, pasivos o incruentos. Se trata de estrategias dirigidas al debilitamiento sistemático de la gobernabilidad de dirigentes progresistas elegidos democráticamente, que buscan paralizarlos y derrumbarlos a través de distintas estrategias. El profesor Gene Sharp fue el precursor de este concepto, encontró que el objetivo no es tumbar sino hacer caer los presidentes y sus proyectos políticos. El libreto golpista pasivo incluye varias estrategias bien conocidas ya en América Latina:
Sembrar desconfianza en la economía denunciando que la inversión extranjera está asustada, que no hay claridad sobre el rumbo de la política económica, que los indicadores de corto plazo, como las cotizaciones en bolsa de acciones y bonos están descontrolados. Que la tasa de cambio está enloquecida subiendo y bajando. Empresarios, gremios y columnistas especializados cumplen así el papel de casandras económicas, ayudados por las agencias internacionales calificadoras de riesgo que juegan a censurar o validar países para apoderarse de sus mercados de dinero.
Crear conflictos institucionales entre las ramas del poder y de las mismas con los organismos de control como fiscales, procuradores o contralores. Se trata de sembrar la preocupación en los ciudadanos de que la tripulación del barco está peleando. Se recuerda el triste papel jugado por el juez Sergio Moro en Brasil contra el presidente Luiz Inácio Lula da Silva al desconocerle los derechos al debido proceso que más tarde le devolvió el Tribunal Supremo de Brasil. A pesar de haber sido el “verdugo” judicial de Lula, Moro no vaciló en aceptar el cargo de ministro de Justicia de Jair Bolsonaro quien fue el directo beneficiario de sus actuaciones inmorales.
Difundir rumores y noticias falsas sobre insatisfacción en las fuerzas militares, empezando por los cuadros en retiro de oficiales de la fuerza pública, soldados y policías. Este “ruido de sables” se puede ver reforzado por comportamientos pasivos u omisivos de los altos mandos militares activos frente a problemas de orden público, como sucedió también en Brasil cuando rabiosos manifestantes del bolsonarismo se tomaron emblemáticas instalaciones públicas mientras la policía federal se cruzaba de brazos.
Adelantar campañas de desprestigio internacional, a través de medios de comunicación y canales diplomáticos identificados con partidos y movimientos de derecha que van aislando y quitando legitimidad en el exterior a los gobiernos amenazados. Bastaría con revisar los titulares de los medios de comunicación de hace unos años en favor del cambio que representaba Alberto Fernández, los mismos que después lo cuestionaban y calumniaban.
Campañas en favor de la libertad de prensa por parte de medios de comunicación y periodistas que se presentan como “amenazados” por decisiones oficiales que tienen que ver más con los intereses afectados de sus dueños que con el legítimo derecho a la libre información.
“Calentar la calle” a través del apoyo a protestas sociales justificando el uso excesivo de la fuerza para reprimirlas y para elevar el nivel del conflicto público. La forma como se han recogido noticias recientes sobre movilizaciones de estudiantes, campesinos, indígenas y afrodescendientes en distintos países, prueba el interés estratégico en reprimir por la fuerza, legítimas expresiones de descontento popular frente a los gobiernos.
Adelantar guerras jurídicas (lawfare) contra altos funcionarios progresistas y sus familias como comienza a verse en el caso del presidente Gustavo Petro en Colombia. Se trata de mover casos de judicialización de hechos de alto impacto político a través de jueces y fiscales en busca de protagonismo mediático. Estos ataques se asocian con la intención de causar un daño reputacional a los mandatarios y sus familias que los hagan “indignos” de ocupar sus investiduras.
Las guerras jurídicas (lawfare) nacieron después de la Guerra Fría, como una forma de intervención más sutil que la militar, a través de la justicia. Ha sido utilizado para perseguir expresidentes como Luiz Inácio Lula da Silva, Cristina Fernández, Evo Morales, Rafael Correa o Fernando Lugo. La mejor arma de la guerra jurídica es el nuevo sistema de justicia negociada, implantado en la región como parte de la estrategia intervencionista de los EEUU, que introduce la negociación (plea bargain[1]) como sistema de justicia a través de testigos falsos, delaciones oportunistas, principios de oportunidad, confesiones amañadas y pruebas ficticias. Se persigue la “judicialización de la política” que consiste en trasladar a los estrados judiciales los conflictos que se deberían tramitar en los escenarios democráticos y que lleva a la politización de la justicia.
Campañas de polarización ideológica a través de bodegas de redes digitales y medios de comunicación social, que enfrentan y aterrorizan a los ciudadanos apelando a sus miedos, odios y resentimientos. La revelación permanente de encuestas amañadas y hallazgos de opinión sobre el descontento de la ciudadanía con el Gobierno, el anuncio de tragedias y males de inminente ocurrencia consigue crear un clima de permanente enfrentamiento entre seguidores y oponentes que radicaliza la opinión y la polariza en dos orillas. La derecha pesca en el río revuelto del mar de miedos, odios y emociones negativas que alimentan sus propuestas políticas.
Ataques ideológicos a los funcionarios públicos, que buscan desprestigiar nacional e internacionalmente a los gobernantes progresistas e invalidar la legitimidad o coherencia de sus programas, especialmente de los sociales.
Para finalizar, la estrategia del golpe blando o pasivo recurre a medios constitucionales para solucionar las crisis creadas por los mismos dirigentes neofascistas como: los juicios políticos, los votos de censura y en algunos países – pocos en América Latina– la convocatoria anticipada de elecciones generales.
Al final, se trata de buscar una salida “bien vista” ante la opinión nacional e internacional presentándola como una transición democrática sin ruptura.
En síntesis, aunque América Latina pueda sentirse hoy, con razón, vacunada contra las dictaduras militares que tanto daño, dolor y víctimas ocasionaron en el pasado, la continuidad democrática de sus sistemas políticos depende de otro tipo de amenazas más sutiles y, por tanto, más peligrosas: una narrativa golpista que fabrica escenarios de ingobernabilidad en gobiernos progresistas hasta hacerlos renunciar o debilitarlos mientras completan sus periodos. Todo un peligro para la democracia y la institucionalidad que, con mucho trabajo, hemos conseguido.
Tomado de El País de España