¿Hasta cuándo?

Por JAIME DAVID PINILLA*

El 16 de mayo de 1986 Bucaramanga despertó con una noticia aterradora: Gilberto Serrano, el cura párroco de la iglesia de Chiquinquirá, había sido asesinado en su apartamento. Aunque la prensa destacó sus cualidades intelectuales, pues era miembro Academia de Historia de Santander —junto a Luis Enrique “El Tuerto” Figueroa y otras personalidades de la época— y escribía de vez en cuando, entre la feligresía era un secreto a voces su condición de cura “mañoso”, en un esfuerzo eufemístico para aminorar su pederastia. Se decía además —y quizás sea un mito urbano— que en la escena del crimen había fotografías suyas con niños desnudos que el asesino dejó como mensaje sobre los móviles del homicidio. Sin embargo, como toda noticia, pronto pasó al olvido. Lo recuerdo porque yo era un adolescente y vivía a pocas cuadras; casi desde entonces tengo la firme convicción de que uno de los lugares más peligrosos para un niño es una casa cural, y expongo enseguida las razones de esta firme convicción.

Según un informe de la Conferencia Episcopal de Colombia, entre 1995 y 2019 se recibieron en el país 289 denuncias de abuso sexual contra menores por parte de miembros del clero. Sin embargo, es importante tener en cuenta que estas cifras pueden no reflejar la totalidad de los casos, ya que la fuente puede estar sesgada y muchos casos pueden no haber sido denunciados.

Según información publicada recientemente por el periodista Juan Pablo Barrientos, solo en Antioquia “el arzobispo de la Arquidiócesis de Medellín, Ricardo Tobón, acaba de nombrar a cuatro curas denunciados por pederastia en diferentes parroquias de Medellín”. Se trata de Carlos Yepes, conocido como “el telepredicador”, a quien nombró en la parroquia La Ermita de Jesús, en Belén; y a Sergio Garcés Botero lo nombró vicario parroquial de El Calvario en el barrio Aranjuez, después de seis años de estar suspendido por el Vaticano; y a Héctor Fabio Díez Henao, denunciado por el abuso sexual de un menor de edad del Liceo Salazar y Herrera, lo nombró en la parroquia Nuestra Señora de los Dolores, en Sabaneta; y a Ramón de Jesús Torres González lo nombró formador de la Escuela Diaconal San Lorenzo.

Y si en Antioquia llueve, en Santander no escampa. Jaime Vargas Ruiz fue sacerdote de la diócesis de Socorro y San Gil, pero expulsado del sacerdocio el 16 de julio de 2024, después de que la Fiscalía lo acusara por el abuso sexual de un menor de edad. Antes de esa acusación formal, el obispo Luis Augusto Campos Flórez había ignorado una y otra vez los reclamos de la víctima. Y aunque esto parezca un chiste, no lo es: la Iglesia promete darle una reparación espiritual a la víctima, que hoy tiene 33 años y hasta intentó suicidarse por el trauma derivado de este abuso.

En esta misma diócesis hay al menos cinco casos más: el de Roberto Asdrúbal Arenas Díaz (actual vicario de la Catedral de San Gil); el de Jaime Bueno Quintero, actual capellán del Batallón Galán en El Socorro con el visto bueno del obispo castrense Víctor Ochoa y los de Sady Ferney Cárdenas Niño, Carlos Alberto Reyes Alfonso y Jesús Suárez, este último finalmente suspendido en EE. UU. por abusos cometidos cuando prestaba sus servicios sacerdotales a la Diócesis de Socorro y San Gil.

Bueno, también ha habido casos en los que la justicia civil ha operado. William de Jesús Mazo Pérez, por ejemplo, fue condenado a 33 años de prisión en 2017 por abuso sexual de varios menores en el municipio de Andes, Antioquia, y Luis Enrique Duque Valencia, en 2018, a 19 años de prisión por abusar de un menor en el municipio de Fredonia, también en Antioquia.

Adonde uno mire el panorama, es parecido. En España, por ejemplo, según una base de datos de El País, se han documentado 1534 acusados y 2817 víctimas de abusos en la Iglesia española. En Francia el asunto es aún más grave: la Comisión Independiente sobre Abusos en la Iglesia Católica (Ciase) reveló que al menos 216.000 menores fueron víctimas de pederastia en los últimos 70 años. Y en Italia, en Brasil…; en Estados Unidos, las investigaciones han destapado miles de casos, aunque las cifras exactas varían según las fuentes.

Ahora bien, para ser justos hay que reconocer la labor de sacerdotes que se toman su trabajo muy en serio y hacen un verdadero apostolado, que ejercen un auténtico liderazgo social y ponen en práctica la doctrina cristiana en su sentido más estricto. Por ahora, dejemos de lado si son la mayoría o no, pues cada caso es gravísimo y cuenta, y hay demasiadas evidencias de que la conducta abusiva en la iglesia es sistemática. Intentar minimizar el problema o justificarlo diciendo que no solo los curas cometen abuso no ayuda en lo absoluto.

Abusar de un menor es muy grave en cualquier contexto, pero endilgarse la representación de Dios en la Tierra y hasta la capacidad de perdonar, en su nombre, los pecados a los demás mortales para ser un abusador, aprovechándose de esa superioridad moral y de la histórica pleitesía que se les rinde a los ministros de Cristo, es un crimen mucho más execrable. Tampoco ayuda dejar el asunto en manos de la justicia divina o tomársela por mano propia, como ocurrió en Bucaramanga en 1986. Necesitamos que la institucional tome cartas en el asunto, que haya más condenas de los casos en curso y que quienes no denuncian por vergüenza se atrevan a dar el paso.

A Dios, si existe, el mensaje es distinto: Padre, perdónalos, aunque saben lo que hacen.

@cuatrolenguas

* Historiador de la Universidad Industrial de Santander. Corrector de textos para editoriales. Ha colaborado en publicaciones de la FAO y varias ONG. Fue presidente de la Asociación Colombiana de Correctores de Estilo (Correcta), de la que además es miembro fundador. Formó parte del equipo editorial que tuvo a cargo la edición del Informe final de la Comisión de la Verdad.

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