Por JORGE SENIOR
Tengo una hipótesis especulativa para resolver un misterio de la toma del Palacio de Justicia, sucedida en aquel noviembre trágico de hace 37 años.
No voy a referirme a la suerte de los desaparecidos, que sería la principal pregunta que todavía hoy exige respuesta. Tampoco al eterno interrogante sobre si se trató de una emboscada o no, es decir, si las fuerzas militares sabían del operativo y propiciaron su realización al retirar la seguridad del Palacio. Aclaro de plano que no voy a referime a la verdad de los hechos en torno a la toma y la retoma.
El misterio que quiero abordar es el siguiente: ¿por qué el M-19 no se tomó el edificio del Congreso de la República en lugar del Palacio de Justicia?
Esa pregunta se la ha hecho todo el mundo en voz baja. Para cualquier observador de la lógica de pensamiento y acción de las insurgencias en América Latina, tal interrogante es lo primero que le viene a la cabeza. Si se trataba de tomar rehenes de alta relevancia para generar un hecho político y negociación, como en múltiples ocasiones habían ejecutado los diversos grupos insurgentes del continente y el propio M-19, lo lógico habría sido atacar una institución desprestigiada y con alto grado de responsabilidad en la situación del país, como era el parlamento colombiano, que aglutina a la cúpula de la clase politiquera, epicentro de la corrupción.
Exactamente eso fue lo que hizo el Frente Sandinista de Liberación Nacional el 22 de agosto de 1978 en Managua, con un operativo que llevó el nombre de su líder fundador, Carlos Fonseca Amador. El Congreso nicaragüense estaba tan desprestigiado que la acción pasó a la historia como la “operación chanchera” o “el asalto a la casa de los chanchos”, como la llamó García Márquez en una crónica pocos días después del suceso. Esa acción político-militar fue una extraordinaria victoria sandinista que preparó el camino hacia la ofensiva final. Menos de un año después el FSLN se tomaba el poder.
En contraste, la toma del Palacio de Justicia en Colombia parecía no tener lógica. La Corte Suprema de Justicia era una prestigiosa reserva democrática de la nación, defensora de los derechos humanos. Como tal, investigaba a integrantes de la cúpula militar por violación de esos derechos fundamentales a la vida y la integridad, perpetrados a punta de torturas y desapariciones desatadas por el régimen al amparo del Estado de Sitio. La Corte era, pues, un aliado natural del movimiento popular y democrático. Decir que era un aliado del M-19 sería un exabrupto, pero había sintonía en torno a los valores democráticos, en oposición al autoritarismo militarista.
En los comunicados del M-19 durante ese noviembre histórico, la Corte es denominada “reserva moral de la nación”, “hombres de honor y leyes” y siempre es tratada respetuosamente con el adjetivo “honorable” antecediendo su nombre. Más aún, toda la concepción del operativo parte de una alta valoración de ese máximo tribunal como la instancia idónea para el hecho político que se pretendía generar y los magistrados jamás son concebidos como objetivo militar. Digámoslo de manera clara y contundente: para el M-19 los magistrados no eran rehenes.
La idea era presentar ante la Corte una demanda (armada) para enjuiciar al presidente Belisario Betancur por traición a los acuerdos de tregua y diálogo nacional firmados en 1984 y tomarse militarmente el edificio para defender al alto tribunal y darle protección en su tarea. ¿Cómo se entiende esa visión que choca de frente contra el más elemental sentido común?
Para explicar esa misteriosa lógica oculta es que sugiero mi hipótesis. Que el M-19 se convenciera a sí mismo de una idea que parece absurda para cualquier persona común, denota un imaginario especial (algunos dirían “delirante”) que se había venido configurando en esa organización desde 1983.
Señalo el año 83 porque justo antes de morir, Bateman organiza un nuevo curso de entrenamiento militar en Cuba. Esta vez no se cometen los errores de 1981, que Darío Villamizar narra muy bien en su reciente libro Crónica de una guerrilla perdida. Carlos Pizarro fue el líder de esa tropa que al regresar a Colombia constituirá el Frente Occidental en las montañas del Cauca y que en 1984 desplegará una nueva dinámica que marca diferencias con el Frente Sur encabezado por Gustavo Arias, alias Boris. En ese momento hay una disputa de concepciones entre los “académicos” del Frente Occidental y los “históricos” del Frente Sur.
En el primer semestre de 1984 el M-19 lanza una ofensiva militar sustentando una propuesta política de tregua y diálogo nacional. Cuando ya está a punto de firmarse el acuerdo con el gobierno, Pizarro, desobedeciendo a su comandante Álvaro Fayad (según se dice) se toma Yumbo, en las propias goteras de Cali. Casualmente, el día anterior habían asesinado a Carlos Toledo Plata en Bucaramanga, médico amnistiado y dirigente histórico de la Anapo y del Eme. La coincidencia permite que la acción de Yumbo aparezca como una respuesta justificada por parte del M-19 y no se malogra la firma.
La tregua y el diálogo se van desarrollando con gran acogida popular y notorio impacto político a pesar del saboteo de los militares, que terminan cercando al Frente Occidental del M-19 en una zona de la cordillera central llamada Yarumales. A final de año se produce una batalla propia de la guerra de posiciones, inédita en la historia guerrillera. Los “académicos” habían introducido nuevas técnicas de ingeniería militar en la guerra colombiana que lograrían desconcertar al ejército y luego de tres semanas el M-19 se anota una victoria inesperada que hiere el orgullo militar. Un mes después, febrero del 85, en medio de una euforia triunfalista se desarrolla la IX Conferencia del M-19 y un Congreso popular que pasará a la historia como el Congreso de Los Robles (apenas a 4 kilómetros de Yarumales).
Cuando la tregua se rompe por el atentado a Navarro Wolff, el M-19 lanzará en el segundo semestre de 1985 una ofensiva militar que llevará hasta el centro de Bogotá: a la toma del Palacio de Justicia. Los “académicos” no sólo habían incorporado técnicas rurales, también trajeron técnicas de guerra urbana, por ejemplo el concepto “defensa de edificio”.
Esa concepción es la que explica por qué la táctica tradicional de rehenes no está en la lógica de la acción. En el imaginario de la compañía Iván Marino Ospina que ejecuta el operativo seguramente estaba reproducir la victoria de Yarumales en plena Plaza de Bolívar. Es posible que al analizar los blancos posibles, la arquitectura del Palacio de Justicia se ajustara más al concepto militar de defensa de edificio que el Capitolio Nacional donde sesiona el Congreso.
Pero dije que había un detalle adicional. ¿A quién se le ocurre ante el contexto que hemos esbozado arriba que el gran hecho político consista en poner una demanda? Semejante idea sólo se le puede ocurrir a un abogado. De cabo a rabo toda la concepción política del operativo está signada por la mentalidad y el lenguaje de la abogacía. Había dos abogados en el estado mayor al mando de la operación: Andrés Almarales y Alfonso Jacquin. Pero sólo Jacquin había estado en el entrenamiento de los “académicos”, en la toma de Yumbo, en la batalla de Yarumales.
Alfonso Jacquin, samario como Bateman, llamado el “Pompo” por sus amigos, fue el mejor orador que tuvo el M-19. Su labia era tal, que era capaz de convencer a cualquiera de cualquier cosa, incluso a sí mismo. Años antes, en sus tiempos de troskista, había escrito una crítica profunda a las acciones violentas ejecutadas por un grupo de personas, en contraste con la lucha de masas.
En su eufórico discurso de clausura del Congreso de Los Robles, con las luces de Cali en el fondo oscuro, el nuevo Jacquin guerrero sueña, delira, eleva la palabra a la altura de la poesía con una pasión que se desborda por la montaña. La misma pasión que Bateman invoca en aquella inolvidable entrevista de Alfredo Molano que luego fue convertida en melodia por Afranio Parra. Esa pasión tuvo que ser el crisol de la insólita idea de la demanda armada para enjuiciar a un presidente traidor.
Puedo imaginar al Pompo convenciendo a todos que tomarse el Congreso era una simple imitación de los nicas, que había que innovar como le gustaba al M-19 y que en Colombia las grandes alamedas se abririan desde el corazón de la Justicia, encarnada en la Honorable Corte Suprema de Justicia protegida por la democracia en armas. Finalmente, los tanques convirtieron el sueño en pesadilla. En medio de los tiros dos abogados llamados Alfonso hablan con una emisora (oir aquí). Reyes Echandía clama el cese al fuego. Jacquin le pide el teléfono y al describir en pocos segundos la situación de irrespeto absoluto a la Corte por el poder civil y militar menciona dos veces la palabra “increíble”. No lo podía creer.
Coletilla: la perspectiva de Gustavo Petro sobre la toma y retoma del Palacio de Justicia está plasmada en un libro titulado Prohibido olvidar (Casa Editorial Pisando Callos, 2006) escrito en conjunto con Maureén Maya. Petro coincide más con el Jacquin troskista que con el guerrero.
* Foto de portada, tomada por Carlos Duque.