Por OLGA GAYÓN/Bruselas
Él, tan libre, sin velos, parece esculpido por los dioses. O quizás él mismo sea uno de ellos. Evidentemente, el calor lo tiene sofocado. Por ello, mientras se despojaba de su atuendo le ha pedido a la chica que atiende la barra, que le ponga una cerveza bien grande para hidratarse. Ella, en cambio -la mujer que está al lado de esta estampa de hombre-, pese a las altas temperaturas se mantiene vestida y ni siquiera se quita el velo que le cubre su cabello. La posición rígida de su cuerpo y la forma en que su mano con un solo dedo se apoya en su cabeza, parece indicar que necesita de este dry martini para pasar un mal momento. Tan duro será, que ni siquiera mueve su cabeza para mirar a este efebo que quiere entablar una conversación.
¿Están solamente ellos, aparte de la camarera, en este bar del siglo XXI? ¿Llegará otra mujer que sí escuche al conversador? ¿Llamará la chica de la barra a alguien de seguridad para que le haga caer en cuenta al hermoso encuerado de que la mujer quiere estar sola? ¿Hará su entrada triunfal otro hombre que atrape toda la atención del bello ejemplar masculino que solo desea hablar en una noche de verano?
A medida que transcurren las horas, el local se llena de clientes. En la tarima ya están los músicos que hacen sonar sus instrumentos para afinarlos. El alcohol sale de la barra en copas, vasos, jarras, botellas… y mucho hielo en grades cubetas. Mientras tanto, el hombre y la mujer continúan esa relación que únicamente los incluye a los dos y que tiene como pilares el silencio, la indiferencia, la insistencia y, sobre todo, la ausencia de miradas de una de las dos persona hacia la otra.
Por fin la mujer se levanta de la silla y camina hacia el escenario. Toma el micrófono y empieza a cantar una canción pop que enloquece al auditorio. Su voz, rasgada y fuerte, no se compadece con la que estuvo sentada en la barra sin cambiar de posición, concentrada en sí misma, ignorando al hombre que únicamente quería, exactamente, oír esa, su voz. Así es. Él había acudido esa noche al bar para poder escuchar ese desgarre que sale de la garganta de la mujer y que había llegado hasta todos los confines del universo. De algún lugar de la galaxia había aterrizado este ejemplar masculino, con el único objetivo de ver de cerca a la mujer que emitía esos sonidos celestiales.
Ella, ignorando las travesías que hubo de hacer su admirador de otros mundos para llegar a la tierra y escucharla, continuaba regalándoles a todos los asistentes su voz y su energía envolvente. Todos bailaban, todos cantaban, todos bebían. Sobre la tarima, la mujer era lo que en el lenguaje común se conoce como un demonio fascinante. Allí se había transformado en otro ser muy distante de la aparente mujer sufrida que lucía minutos atrás allá en la barra. Parece que sobre el escenario era el único lugar en el que podía ser ella misma.
Tras escucharla en vivo y en directo, el hermoso hombre de la barra pagó su cuenta, se puso su túnica y salió del bar tan silenciosamente como había entrado. Al cerrarse la puerta tras de sí y quedar completamente solo, recuperó su forma no humana. Abordó la nave y viajó muy contento a su mundo. Había constatado que la voz desgarradoramente humana y rítmica de una humana sí existe. Mañana se lo enseñará a sus alumnos, intentando convencerlos de que es verdad que los humanos de la tierra a veces cantan, y que esas veces en las que su voz es la dueña del espacio (pocas, lamentablemente), es cuando hacen de su mundo un lugar más soportable para vivir.