Por YEZID ARTETA*
“Mi abuelo paterno era ebanista. Trabajaba en una fábrica de muebles. Para llegar a fin de mes hacía muebles en casa de los vecinos. Tenía muchos pedidos. Se desvivía para alimentar a su familia. Nunca se tomó un día libre. Murió a los 54 años de cáncer de garganta, la plaga que azotaba a los obreros, que fumaban un sin fin de cigarrillos al día. Mi abuela paterna, de salud frágil, murió diez años después de su marido. De agotamiento, sin duda. Tenía 62 años y limpiaba oficinas para ganarse la vida. No sabía ni leer ni escribir y pedía a otros que le leyeran o escribieran cartas, casi disculpándose por ser incapaz. “Soy analfabeta”, decía con un tono que no denotaba ni la ira ni indignación, sólo esa sumisión a la realidad, esa resignación…”.
El testimonio anterior responde a Regreso a Reims, el inquietante documental dirigido por el cineasta Jean-Gabriel Périot con el que obtuvo el Premio César 2023. La narradora es Adèle Haenel, la protagonista de Retrato de una mujer en llamas. El filme brinda luces acerca de una tendencia gradual y creciente en Francia, aplicable también a otros países de Europa Occidental: el declive de la izquierda entre la clase trabajadora en beneficio de la derecha extrema. Una deriva que, observando las particularidades americanas, también se ha observado en Estados Unidos, Brasil y más recientemente en Argentina. La tendencia, por ahora, logró invertirse en las legislativas francesas, en las que el recién creado Nuevo Frente Popular relegó a un tercer lugar a Agrupación Nacional de la ultraderechista Marine Le Pen.
La izquierda global, salvo contados casos, pasó a manos de líderes y lideresas “políticamente correctas”, cuya agenda se concentró en empresas estéticas e identitarias, pasando de puntillas sobre la suerte de la clase trabajadora, olvidando que la vida de los asalariados no es una telenovela o un recurrente seriado de Netflix. La izquierda fue potente y tatuó a la cultura europea cuando se fusionó en la tradición, las costumbres, la música, el baile y el léxico de la clase obrera. Fue la época gloriosa de la izquierda. Sobre este tema vengo insistiendo en columnas anteriores: Militantes de sí mismos y Rojipardos.
El pasado 4 de julio el laborismo aplastó a los conservadores ingleses. Pusieron fin a catorce años de gobiernos conservadores, entre los que hubo charlatanes como Boris Johnson. Es un alivio, una alternancia, pero no es una alternativa para la clase trabajadora inglesa castigada por un neoliberalismo que abarató el empleo, incrementó el pago de los servicios públicos, laminó el sistema sanitario, desatendió al sistema de transporte público y un largo etcétera. Días después, el 7 de julio, una coalición defensiva y conformada en el último minuto, consiguió detener en Francia a la extrema derecha. Tanto en Inglaterra como en Francia, la clase trabajadora espera un cambio de rumbo, no un simple maquillaje como el que ofrece el macronismo. Sin ese cambio de rumbo, sin un reconocimiento y resarcimiento a los sectores de la clase media y trabajadora, la extrema derecha tomará el control, como lo hizo en Italia.
La informalidad —mayoritaria en la economía latinoamericana—, la violencia callejera, y una franja muy delgada de clase media, obliga a una sintonización de la izquierda con esta realidad que nada tiene que ver con lo que está ocurriendo en Europa. La religión, por ejemplo, no puede subestimarse como lo hacen ciertos intolerantes de izquierda, porque es allí donde los pobres de Latinoamérica encuentran un poco de decoro a su miserable existencia. El fútbol, como está ocurriendo en estos días, es otro ejemplo de sublimación y concurrencia entre millones de personas que no pueden matricularse en un club privado, ir de vacaciones, pagar una cena en un restaurante o irse de compras a un centro comercial, porque apenas ganan para comer. Un mar une y separa a Europa de Latinoamérica, esto debe entenderlo la izquierda de allá y acá.
* Tomado de Revista Cambio