Por LUIS EDUARDO CELIS
Jaime Garzón Forero marcó nuestra historia de manera singular. Fue inteligencia y chispa a flor de piel, pero la barbarie aniquiló su vida un 13 de agosto de 1999. Cuando su vida estaba en pleno esplendor nos dejó sin su sátira contra el poder, sin su irreverencia, sin su tozudo compromiso con una Colombia en paz. Hay que recordarlo con alegría y seguir viendo su enorme obra de humor político, seguir su ejemplo de constructor de paz, en el que persistió hasta el último día de su vida. Él creía que era posible el dialogo para salir de tantas violencias y que era posible transformar a Colombia.
Jaime vivió en una convulsionada Colombia que no fue capaz de cerrar sus viejos conflictos, persistentes hasta el presente. A él se le puede considerar hijo de la generación del Estatuto de Seguridad, esa nefasta política que Julio César Turbay Ayala instauró apenas asumió la presidencia en septiembre de 1978, mediante la cual se le otorgaron amplias facultades a los militares para perseguir a quienes se les enfrentaban con armas y sin armas. Fue esa nefasta política la que atizó unos conflictos ya de por si graves y en medio de una acción criminal desde el Estado, empujó a varios miles a la acción armada, torturó a civiles y a guerrilleros, atemorizó a muchos sectores y enrareció de manera extrema la acción social y política, donde fermentó la expansión de la violencia política y la intolerancia con los disidentes y opositores.
Jaime Garzón vivió de manera intensa esa Colombia de las intolerancias, las exclusiones, las oprobiosas inequidades. Sabía lo que era el vivir con lo justo y con lo escaso. Su vida de infancia y juventud fue la del barrio popular y la familia trabajadora que con tesón y disciplina se abría paso en la vida. Dotado de una inteligencia perspicaz y una pasión por comprender y conocer, se forjó un carácter rebelde y una personalidad especialmente abierta a hablar con Raimundo y todo el mundo. Sabía y ejercía el valor de la palabra y el dialogo, así se abrió paso en una vida rica en experiencia y muy corta en tiempo.
La década de los 90 ha sido la más dura, por la magnitud de las barbaries y la expansión de la geografía de la violencia. Esa década la vivió Jaime de manera intensa, en ella se volvió una figura pública y no le fue indiferente la tragedia colombiana. Ante el dolor fue solidario y buscó con su desparpajo ayudar a quienes le hablaron de sus dramas, no miraba si eran de aquí o de allá y se empeñó en la liberación de personas secuestradas o mediar ante amenazas e intolerancias. Todo ello lo puso en el ojo del huracán, y una acción coordinada entre militares y paramilitares se llevó su vida.
Si algo caracterizó la vida de Jaime, fue su amor por la amistad. La cultivó y la ejerció con pasión, fue amigo de la bohemia y de la charla sin fin, sus amigos del Rotundo Vagabundo lo llevan en el corazón, al igual que millones de colombianos que aprendimos y reímos con su agudo humor.
Jaime hasta el último de sus días insistió en el valor de la palabra y en el camino de construir entendimiento. Es un mensaje para tener “siempre presente”.