Por IVÁN GALLO – En alianza de Pares con El Unicornio
El 24 de abril de 1991, tres años después de la masacre, el cronista y escritor Julio Daniel Chaparro salió con Jorge Enrique Torres Rojas, amigo suyo y fotógrafo de El Espectador, a recorrer las calles de Segovia. Hasta ese momento la masacre permanecía en tinieblas. Se sabía de un número entre 46 y 54 personas asesinadas el 11 de noviembre de 1988. Un comando de paramilitares encabezado por el ‘Negro Vladimir’ (ex integrante de las FARC, reconvertido en asesino por el entrenamiento de Yahir Klein, mercenario israelita que aterrizó en Magdalena Medio), irrumpió ese viernes 11 de noviembre en Segovia y les hizo pagar un pecado que para la casa Castaño era imperdonable: haber escogido en la primera elección popular de alcaldes a un miembro de la Unión Patriótica.
En 1991 ser periodista en Colombia era un acto de fe, sobre todo un periodista de investigación, de esos que denuncian. Entre 1986 y 1991, por culpa de los carteles de la droga y sobre todo de la extrema derecha asociada con el lado más radical de las Fuerzas Armadas, asesinaron a periodistas de la talla de Jorge Enrique Pulido, Guillermo Cano, director de El Espectador, y Diana Turbay. Julio Daniel también estaba en la mira de los violentos, no sólo por su posición de cero tolerancia con las mentiras que rodeaban la masacre de Segovia, sino porque creía que ser periodista en Colombia requiere un coraje innegable: se tenía que contar la verdad.
Trabajaba en la revista Oriente y desde ahí denunciaba a la clase política de su región. Era descarnado y frentero. Una vez un hombre poderoso le habló, le dijo claramente que si no se callaba no lo matarían a él, a su esposa y a sus hijos. El foco de sus denuncias eran los manejos turbios que se daban en las finanzas de Villavicencio. Un día le pusieron un espejo en la cara y él pudo ver con claridad cuál sería su destino: si seguía hablando, lo callarían a balazos. Tenía 26 años en 1988 y el único camino que le quedaba era irse a Bogotá.
Es raro encontrar hoy en día, cuando ya no sabes si lo que escribe tiene alma o es una máquina, una hoja de periódico envuelta en la inspiración de los sueños. Julio Daniel Chaparro era poeta. Había estudiado con lupa la obra del poeta Eduardo Carranza. Era además un académico, profesor en la Universidad del Llano, donde hablaba de literatura, de historia, de artes y cine. Pero todo eso tuvo que dejarlo atrás por hablar de la corrupción en su departamento.
En Bogotá comenzó a trabajar en El Espectador. En esa época aún las crónicas tenían un peso literario, eran la mejor forma de revelar la verdad. A la gente le importaba cómo estaban escritas las noticias que leía.
Julio Daniel quería contar lo que había sucedido en Segovia, una región saqueada desde que se fundó. Primeros los españoles, después las multinacionales. Se fue con su fotógrafo, Jorge Enrique Torres, y antes de que pudiera producir al menos un párrafo, lo acribillaron. Su cuerpo quedó en la calle. El pasado 11 de noviembre se cumplieron 36 años de la masacre de Segovia y seguro. Si a Julio Daniel le hubieran dado tiempo, tendríamos la verdad pura, sin máscaras y además bellamente narrada. Pero las razones de fondo por las que mataron a 54 personas en ese pueblo del Bajo Cauca Antioqueño se las comió el silencio de la muerte. Y ahora no sólo tenemos que conmemorar a las víctimas del ‘Negro Vladimir’ sino a Julio, el poeta que escribía crónica y al que no le temblaba el pulso para decir la verdad: por más dura que esta fuera.
@IvanGallo78
Triste, triste, …pero seguimos igual. La impunidad impera.