Por CARLOS MAURICIO VEGA
Bogotá mala ciudá, mala ciudá de Bogotá, canta Ignacio Escobar Urdaneta de Brigard en uno de sus fallidos poemas de Sin Remedio. Han pasado casi cuarenta años desde la publicación de la novela de Antonio Caballero, y casi 500 desde la fundación de la ciudad, y su mal verso sigue siendo certero: Bogotá mala ciudá.
Llegamos a los 483 años con la estatua del corrupto fundador derribada y decapitada. Con el rascacielos más feo del mundo, vacío, quebrado y oscuro, pero clavado ahí como un bofetón, denunciando con su existencia la manga ancha de la planeación urbana. Con un ingenioso sistema de transporte BRT (Bus Rapid Transit) que usa el espacio y la infraestructura pública para generar ganancias a empresarios privados, como ha sido siempre: la misma muñeca con distinto pollerín. Con un metro que desde antes de ser construido hace publicidad sobre nuestra futura calidad de vida, cuando ni siquiera han terminado de comprar los predios por donde pasará. Con un POT que se contradice y cambia cada tantos años de acuerdo con los compromisos mafiosos del gobernante de turno. Y con una población de más de ocho millones de habitantes según algunos, de diez y medio según otros y de siete doscientos según los más escépticos. Semejantes oscilaciones se explican solamente si incluyen al fenómeno conocido como conurbación.
Suele decirse que en Bogotá no se siente el eco de la violencia. Pero ella se percibe en su composición demográfica. Escribe Caballero que escribe Escobar en su Bogoteida o Bogotíada, el poema épico de Sin Remedio:
Ciudad de sangre, en sangre amortajada
ciudad que arroja sangre y sangre encierra
ciudad ensangrentada y desangrada
en sórdida, secreta, sorda guerra
Como un playón de cemento tirado a orillas del mar de los cerros, Bogotá ha recogido las oleadas migratorias de nuestras diversas violencias, hasta convertirse en un compendio de la nacionalidad. Esta población de casi once millones de personas se debate entre la informalidad y el desempleo en una veintena de municipios que fungen como ciudades dormitorio y estaciones fabriles lo largo y ancho de lo que fuera el antiguo Lago de Humboldt y sus valles adyacentes. Me refiero, como decía, a lo que se ha dado en llamar la Región Metropolitana Bogotá, resultado de la desaparición de los límites municipales y la pérdida de los espacios rurales por la conurbación.
Un ejemplo clásico de conurbación es el eje Colonia-Bonn-Dusseldorf en las cuencas del Ruhr y el Rin. Allí también se agolpan diez millones de alemanes. Una masa continua de industrias, edificios y barriadas oprime ambas riberas del Rin, generando masivos problemas de contaminación y hacinamiento. Y así es como está quedando la Sabana. Una muralla eterna de comercio que esconde detrás, como una muñeca rusa, dos ciudades: una formal, levantada según las normas de la actual especulación arquitectónica, y la otra auto construida con su saber empírico por los así llamados rusos, los mismos que levantaron la ciudad formal. Una ciudad escindida socialmente de acuerdo con códigos coloniales de racismo y discriminación, heredados y ampliados hasta los tiempos actuales.
Al sur o Meridión, la plebe hambreada
de todos los malditos de la tierra
Al norte o Septentrión, la oligarquía
rodeada de guardianes noche y día.
Dice el filósofo de la arquitectura Willy Drews en un texto sobre la dudosa belleza de Bogotá, que la ciudad fue trazada brutalmente a punta de avenidas como la NQS o la décima, rompiendo las barriadas sin ninguna piedad para crear ese rompecabezas de paredones vacíos y culatas de edificios truncos hoy recubierto con un telón infinito de grafitis, más parecido a la demente Ciudad de los Inmortales del cuento de Borges que a una urbe habitable.
Al final de esas avenidas había siempre un potrero vacío, un terminal de rutas de buses y un urbanizador pirata. Esta urbe se planificó al revés: primero llegaba la línea de buses y luego los pobladores que iban a utilizarla. Los planificadores fueron los empresarios de transporte privado, de la mano de picapleitos e inversionistas sin escrúpulos que vendían lo ajeno y edificaban en el aire barrios llamados irregulares que luego había que normalizar por razones de simple humanidad. La ciudad se fue estirando así, anárquicamente, y cubrió de cemento y asfalto un terreno que se pensaba enorme pero que hoy luce pequeño como un patio: la Sabana de Bogotá, de dos mil quinientos kilómetros cuadrados., de los cuales la ciudad ocupa más de la mitad. Uno de los suelos más ricos del mundo, compuesto de los limos que dejó el antiguo lago de Humboldt al retirarse por el Tequendama.
Ciudad arriñonada que se extiende
de norte a sur quemando la pradera
devorando el paisaje cual se tiende
negra morcilla en verde ensaladera
Los grotescos versos de Escobar retratan los mapas sucesivos del crecimiento histórico de la ciudad, extendiéndose a lo largo de los cerros, que le dieron su sustento durante cuatro siglos: combustible, material de construcción y agua. Fue dejando un hueco al centro, un espacio lleno de humedales y potreros que se desecó poco a poco a punta de alamedas de eucaliptos, que delimitaban las haciendas sabaneras. Poco a poco las fueron loteando y sus nombres son hoy los mismos de los barrios: Contador, Los Cedros, Ciudad Montes, La Alquería, La Fragua, La Soledad, El Campín, El Salitre, por ejemplo. La división actual de la ciudad actual deriva en gran parte de la estructura agrícola del siglo XIX, heredada de la Colonia. No ha habido muchos cambios tras el Siete de Agosto. Como no sea el de barrios como la Perseverancia, que nació a la sombra de la prisión del Panóptico, hoy Museo Nacional preso en sus estrechos muros, y creció como refugio y hogar de los obreros de la cercana fábrica de Bavaria.
Ciudad de pobrezas y riquezas extremas, debe sus más bellos espacios públicos, los del parque Simón Bolívar, la Biblioteca Barco, la ciudadela El Salitre y el Jardín Botánico, entre otros muchos, a la más rancia tradición de propiedad privada. El millonario heredero José Joaquín Vargas poseía unas 1500 hectáreas de tierra en la Sabana, entre ellas la Hacienda el Salitre. Jamás se casó, ni dejó herederos, y murió en los años 30, legándole los terrenos al Hospital San Juan de Dios y a la Beneficiencia de Cundinamarca. Se dice que tenía su propio vagón de tren, y usaba el trazado del ferrocarril del Nordeste, que cruza hoy por la avenida NQS, para visitar sus haciendas.
Desde el centro de la Sabana se avizoran los cerros a la distancia, como en la época en que se demoraba uno tres días en cruzarla a caballo. Son ahora pocos los sitios desde donde se puede apreciar esa majestuosidad: uno de ellos, la biblioteca Barco. El suelo plano, horizontal, fue muy apreciado hasta que se acabó: la pobrecía se hacinó en las colinas. Ahora la traquetocracia saca de ahí a los humildes: compra a precio de huevo sus tugurios y barriadas con vista maravillosa sobre la sabana, para construir dudosas torres residenciales y conjuntos arrogantes. Este proceso se conoce como gentrificación, y arroja a la gente de sus barrios tradicionales a la periferia.
La gentrificación y el desplazamiento hacen desaparecer todo espacio verde, toda pausa visual, toda conservación de un corredor verde. La reserva Van Der Hammen resiste aún a la conurbación, pero en un país donde no hay estabilidad jurídica ni económica, el futuro de estas reglamentaciones es incierto: ya sufrió el embate de la administración Peñalosa, que no sólo la desconoció legalmente sino que intentó invadirla. Sin embargo ahí está, como un oasis entre el cemento, conectando uno de los bosques más antiguos de los cerros, el de Torca, con el río. O con lo que queda de él
Y a su alrededor, en ambas riberas, como en el Rin, hierven esas barriadas de ilusiones donde siempre hay una sucesión de peluquerías, Aliser y Fruver (misteriosos apócopes para las queratinas y las verduras) misceláneas, fotocopias e internet, famas con la tradicional bandera roja, panaderías de barrio que producen el mismo pan de rollito a 300 y la misma milhoja de tapa de arequipe. Hierve la gente. Hierve el bono demográfico colombiano, el plus de un 25 % de la población por debajo de 30 años que tenemos: el plus de reproducirnos con tanta alegría en medio del polvo y la miseria que hará que la economía y la política del país cambie quieras que no, y que más temprano que tarde terminará por aplanar la injusta pirámide social con la fuerza de la juventud y del tiempo a pesar de las fuerzas que quieren mantener las cosas como en la época del tren de José Joaquín Vargas.