Por JORGE SENIOR
El Paro Nacional ha dejado muchas experiencias y es importante que toda la ciudadanía que ha participado o apoyado la protesta desarrolle ejercicios colectivos de reflexión y evaluación, para que, como sociedad civil, avancemos en aprendizaje y organización. Hace unos días me puse en esa tarea y esta columna surge de ese ejercicio.
Unos de los acontecimientos producidos en el marco de la movilización social fue la destrucción de la centenaria estatua de Cristóbal Colón en Barranquilla, una ciudad comercial, portuaria y cosmopolita, totalmente diferente a ciudades coloniales como Popayán, cuya historia está ligada a la servidumbre y el esclavismo. Este monumento era una obra artística en mármol de carrara, donada por inmigrantes en el siglo XIX y hacía parte de la ruta cultural del MAMB.
Como escribí en este mismo espacio de El Unicornio, Barranquilla vive un boom del cemento, pero una debacle en la cultura, bajo responsabilidad del gobierno local. Así que este columnista mal podría apoyar la destrucción del patrimonio cultural de la ciudad donde nací y con la cual tengo un fuerte sentido de pertenencia. Durante 130 años esta obra de arte fue parte del amoblamiento urbano, sin que se desatara polémica alguna sobre su existencia o ubicación. Su destrucción fue un acto impuesto por un pequeño grupo de jóvenes activistas que, como suele suceder, imitan las actuaciones que se ponen de moda en otras partes del mundo, sin cuestionar las particularidades de cada caso.
En la consiguiente polémica que se desató después de los hechos -y no antes, como debía ser- muchos tildaron de vándalos a los muchachos, sin mayor análisis ni investigación. Por mi parte, a pesar de que el grupo no sacó ni siquiera un comunicado justificatorio, considero con fundamento que fue un acto político -así fuese erróneo- alimentado por un discurso ideológico que viene circulando en la academia y en la izquierda. Es decir, detrás del hecho hay ideas. Y las ideas hay que debatirlas y confrontarlas con argumentos. Una vez más invoco el llamado de Kant al uso público de la razón, médula de la democracia.
En ese sano espíritu, desafié a los muchachos a un debate público y lo llevamos a cabo en el lugar donde estaba la estatua, rodeados de atentos policías. Mi objetivo era doble: por un lado, escuchar de viva voz el pensamiento que cierto activismo juvenil viene interiorizando y, por el otro, sembrar la inquietud de un punto de vista diferente al que ellos viven expuestos dentro de su burbuja. Hago la salvedad de que mi punto de vista histórico–crítico también sintoniza con la izquierda, pero con una visión progresista, no antimoderna ni decolonial.
De los argumentos que los activistas sustentaron hice una apretada síntesis que puede leerse aquí, pero ahora quiero concentrarme en la idea central que enfrenta a la leyenda rosa con la leyenda negra, un doble error garrafal.
La leyenda rosa cuenta la invasión como un “descubrimiento” que permitió llevar la civilización y la salvación cristiana a unos salvajes con taparrabo. Esa historia acrítica, edulcorada, eurocéntrica y altamente ideologizada fue superada hace décadas por la historiografía científica desarrollada sobre todo en la segunda mitad del siglo XX. En Colombia la Nueva Historia surgió con fuerza desde los años 70, generó abundante bibliografía sobre el pasado de nuestro país y el continente e impactó hasta en los manuales escolares. Se pasó de una historia de héroes y acontecimientos idealizados a una historia de procesos sociales objetivos con los pueblos de protagonistas. Esto llevó al periódico El Tiempo a sacar un editorial sobre el “adoctrinamiento marxista” en el magisterio y en las escuelas. Pero la Nueva Historia, que llegó hasta la producción bibliográfica de Colcultura y el Banco de la República, continúa su profundización hasta el día de hoy. Lejos de ser un asunto parroquial, sindical o político, ese cambio refleja el desarrollo de la historia como ciencia en el mundo.
El primer gran error, entonces, es creer que la leyenda rosa sigue vigente o es la versión oficial. Creer tal cosa es desconocer e irrespetar el trabajo de los historiadores (y de otras ciencias sociales). El segundo error, aún más grave, es oponerle una leyenda negra no menos mentirosa. En esta versión de telenovela los indígenas son ángeles sabios que vivían en un paraíso, absolutamente idealizados, y los conquistadores españoles eran demonios cuyas acciones atroces son producto de la pura maldad, no de fuerzas sociales objetivas. Es una visión moralista y maniquea que oculta la realidad prehispánica del Nuevo Mundo, asombrosamente parecida a la de Eurasia, con todas las características de la especie humana. También oculta el hecho de que muchos pueblos indígenas se aliaron con los invasores para combatir a los imperios, como el mexica o el inca, que los oprimían. Y olvida que la mayor mortandad se produjo por los gérmenes traídos por los invasores. O pasa por alto que, en las luchas por la independencia en el siglo XIX, los indígenas en el sur de la Nueva Granada pelearon del lado español. He ahí una pequeña muestra de que la historia de esa invasión que partió en dos la historia de la humanidad (ver aquí por qué), si bien fue violenta y trágica, es mucho más compleja que la leyenda negra. Y la mayoría de nosotros, los colombianos mestizos, somos su producto, sus descendientes.
Se estudia la historia para comprender el pasado, no para justificarlo o hacer juicios morales extemporáneos, insuflados de indignación virtuosa. Aplicar la moral de hoy, los valores actuales o las categorías jurídicas actuales a las actuaciones humanas del siglo XV o XVI es caer en un grave error de anacronismo, un sesgo que impide entender el pasado, pero que es usado por algunos para encender pasiones con fines políticos. Por muy nobles que sean esos fines, eso es manipulación demagógica. ¿Será que el fin justifica los medios?