Por GERMÁN AYALA OSORIO
Lo vi dándole vueltas al comedor, con la mano derecha apretando fuertemente su pecho. Pedía a gritos que le quitaran ese dolor. Le dolía el corazón. Le dolió hasta que se detuvo. Infarto al miocardio, dijo el médico y forense. Jorge Humberto Ayala Vélez había muerto a sus 42 años. Era mi padre y el de mis dos hermanos, Jorge Enrique y Walter. (Los de la foto).
Aquel 16 de diciembre de 1976 Walter y yo vimos cómo la muerte se paseó por la casa con su poder arrasador, destructor, incontenible. Era de madrugada, casi las 6 a.m. Escuché el llanto angustioso de mi madre. Desperté a Walter. Jorge Enrique, el hermano mayor, estaba en Cali. Había viajado muy temprano para una actividad del colegio San Luis Gonzaga, de los hermanos Maristas. Jorge Enrique no vio morir a nuestro padre. El destino o quizás Dios lo había librado de presenciar un momento tan angustioso. Ver morir a Papá, a mis 11 años, marcó mi vida para siempre. En adelante, mi relación con la insoportable levedad de la vida sobre la tierra marcó mi adolescencia. Se me metió en la cabeza que iba a morir joven.
El médico, cuyo nombre olvidé, le masajeó el pecho. Intentó reanimarlo, pero fue inútil: el espíritu festivo, el “payaso” del Ingenio del Cauca, había partido a esa dimensión de la que jamás nadie regresa. Así recuerdan aún a mi padre: alegre, feliz como ninguno, con una sonrisa permanente en su rostro, amigo de quemar pólvora en Navidad, fiestero, el alma de las fiestas en ese pedazo al norte del Cauca, el municipio de Miranda donde operaba el Ingenio del Cauca, fundado por Don Harold Eder, según se leía en el busto que en su honor se levantó.
Días antes del deceso de mi padre participé de la “siembra” de cientos de miles de velas blancas a lo largo y ancho del circuito vial que rodeaba las viviendas dentro del Ingenio. Horas después, las velas fueron encendidas para darle la bienvenida al día de las Velitas. Es posible que ese 7 de diciembre, en medio de semejante noche iluminada, blanca y resplandeciente, fuera la antesala de la inesperada despedida. Mi padre se fue sin despedirse, nueve días después. Morir en diciembre es una tragedia mayor a la de cualquier otra fecha, debería considerarse una herejía, incluso un delito penal.
Recuerdo su rostro un tanto adusto por el rictus de la muerte. Creí que había abierto los ojos por un instante. Pero no. Era imposible. Nadie regresa de la muerte, salvo casos extraños de catalepsia, como el del Caballero de Rauzán. La salida del coche fúnebre se me hizo eterna. Jorge Enrique ya había regresado. Recuerdo su tristeza, tan profunda como los pozos de agua donde nos bañamos incontables veces.
La sirena de la fábrica hacía las veces del grito adolorido de todos los que vivían dentro del Ingenio: la alegría de las fiestas decembrinas se había marchitado. El hombre de los disfraces, de los cohetes, de las petacas, de los volcanes, de las chispitas, los había abandonado. El furibundo hincha del Cali, el mismo que se atrevía a lanzarle papeletas a un amigo suyo, pero hincha del América, cada que el Deportivo Cali ganaba un partido. Ese vecino y amigo era sordo. El sordo Lerma. Del viaje desde Cali al cementerio Jardines del Recuerdo… no recuerdo nada.
Ya de regreso al Ingenio, a la casa en la que fuimos felices hasta ese 16 de diciembre, el olor a rosas y claveles se me hacía insoportable. Fueron cientos y cientos de coronas que, junto a mi madre Asceneth, desbaratamos. Lo hicimos con rabia. No entendía por qué se había ido mi Papá. Meses después le dije al cura párroco que había dejado de creer en Dios, porque lo culpaba de haberse llevado a un hombre bueno. En mi frágil espalda, el operador espiritual dejó caer una palmada. De ahí en adelante, mis relaciones con Dios y con los curas sufrieron una irreparable ruptura.
Si a Estanislao Zuleta la escuela le quitaba tiempo para pensar, para mí fue el lugar de la vergüenza por no tener Papá. Odié por muchos años las preguntas que indagaban por el nombre, la profesión o la edad de mi padre. Los tres hermanos Ayala crecimos sin padre, de la mano de una mujer que literalmente se “amarró los pantalones” para manejar a sus tres hijos, huérfanos adolescentes. Nadie daba un peso por nosotros. Las leyendas rurales de la época contaban que fuimos terribles. Creo que más lo fueron Jorge Enrique y Walter. Desde coger a piedra al abuelo Abraham, padre de nuestra madre, hasta desengranar un vehículo y dejarlo caer a una cuneta, pasando por peleas callejeras, rotura de vidrios ajenos o echarles alimento a los peces para hacerles daño, nuestras vidas en el Ingenio del Cauca fluctuaron entre la disciplina y las exigencias éticas de nuestro Padre y la libertad de hacer lo que nos viniera en gana.
Una vida sin padre
Después de su partida, la vida nos cambió para siempre. Nada fue igual. Las aventuras entre cañaduzales y las zambullidas en los pozos que irrigaban agua al extenso monocultivo de caña de azúcar, murieron lentamente. Las risas se secaron por un tiempo muy prolongado.
El sentimiento de pesar era la pauta en los residentes del Ingenio del Cauca. No recuerdo un día soleado después de tan concurrido funeral. Las tardes plomizas se posaron en la casa tipo 3 que la empresa azucarera le había asignado a mi padre por ser trabajador de planta. Había casas tipo 4, en las que residían obreros y choferes de bus: pequeñas y con la particularidad de concentrar entre sus paredes el calor de veranos intensos. En esas vivimos por un tiempo, hasta que Humberto Ayala escaló y llegó a convertirse a la vez en jefe de Bodega (despachos de bultos de azúcar y tanques de miel) y de Almacén (suministros de herramientas). Luego seguían las tipo 2 y 1, asignadas respectivamente al subgerente y gerente. Una división de clases que jamás impidió que los hijos de unos y otros construyéramos fuertes lazos de amistad.
La casa tipo 3 en la que vi morir a mi Padre, era bastante cómoda: sala-comedor amplia, un corredor que usaba para jugar con carritos, el mismo que a Walter le servía de pista para lanzar desde la puerta de entrada su pesado maletín escolar hasta la entrada al cuarto donde dormíamos los tres; un hall en el que estaba el equipo de sonido y en una columna, un escudo del Deportivo Cali. En su interior, me susurró un día cualquiera mi padre, había una sorpresa guardada, la misma que sería expuesta cuando su glorioso equipo alcanzara la sexta estrella, título que jamás pudo disfrutar.
Un año después de su muerte dejamos el Ingenio para continuar con nuestras vidas en Cali, la capital del departamento. Una especie de borrón y cuenta nueva.
Con el tiempo comprendí que la muerte es una pesada carga que los deudos llevan a cuestas, hasta que las imágenes del padre o la madre fallecidos se van deshaciendo con la misma velocidad que los gusanos consumen sus cuerpos. Recuerdo a mi padre en función del deseo de haberlo conocido mejor.
Jamás olvidaré que tuve como padre a un hombre feliz.