La educación sexual hace 100 años: “el sable y su vaina”

Todavía no ha sido inventada la máquina del tiempo que nos transporte a épocas pasadas, pero es posible acudir a los recuerdos de los abuelos para revivir pasajes inéditos de la historia. Hace cien años era un imposible categórico viajar a la luna (así los lectores lo soñaran en Julio Verne), o poner un fax, o navegar por Internet, o ver a gran distancia un partido de fútbol y repetir los goles hasta la saciedad.

Tampoco era posible tocar el tema del sexo, ni en público ni en privado. Era pecado mortal. Por ello muchas mujeres llegaban al matrimonio, y de allí al sagrado tálamo, en la más cándida ignorancia. Así lo registra un diálogo de la época, captado detrás de una puerta, entre una recién casada y su abuela, en quien los padres de la virginal esposa descargaron la penosa tarea de dictarle unos minutos de educación sexual intensiva, a las volandas:

–  ¿Sabes tú cuáles son los deberes de la esposa, o sea las exigen­cias del marido, para esta noche?

–  No, abuela. Mamá no me ha dicho nada al respecto.

–  Tu padre y yo lo sabemos. A tu madre nunca le ha gustado abordar ciertos temas de conversación. Por eso los dos hemos convenido en que yo la reemplace en tan enojoso trance.

–  Le agradezco de todo corazón y estoy atenta a sus palabras.

–  El asunto es un poco escabroso, pero me excusarás en favor de la intención, que es buena. Primero que todo: ¿conoces las diferencias que existen entre un hombre y una mujer?

–  ¿De cuáles diferencias habla usted, abuela?

–  De las diferencias físicas, claro.

–  ¿A qué viene todo esto?

–  A nada, por amor de Dios. Lo que ocurre es que tú supones cómo comportarte la primera noche de tu matrimonio. Imagi­nas, como la mayoría de las jovencitas que nada sabe de las cosas de la vida, que el matrimonio consiste en hacer los honores de la casa, en llevar las cuentas del hogar, en usar combinaciones y bonitas joyas…

–  Abuela…

–  El matrimonio es eso, sin duda, pero es mucho más que eso. La motivación básica del matrimonio, diría tu padre si pudiera tratar este asunto delante de ti, su razón de ser, radica en la conservación de la especie humana. Uno se casa por mil pretextos y bajo mil razones diferentes, pero el matrimonio en el fondo no es más que una meta. Es… la ocasión para hacer niños.

«Si no quieres pasar por tontarrona, es conveniente que  no te escandalices de nada».

La joven salta de su asiento.

–  ¿Hacer niños? ¿Cómo así? ¿A los niños los hacen?

–  Oh, por amor de Dios, pues claro. Como a los perritos, ni más ni menos. ¿O acaso crees, a tu edad, que los niños aparecen solitos en la cuna?

–  ¿¡Noooo…?!

–  No, mi querida niña, los niños no aparecen como repollitos en una canasta. Las mujeres los llevan en su vientre durante nueve meses. Ellas los traen al mundo a riesgo de su propia vida, soportando intensos dolores. ¿Acaso nunca has visto una mujer embara­zada?

–  ¡Claro que sí!

–  Ah, bueno, entonces ya sabes que…

–  Todo a su debido tiempo, abuela. Usted hablaba de diferen­cias físicas.

–  Sin duda. Lo que quiero decirte es que si estas diferencias no existieran, sería imposible hacer niños.

–  ¿Qué debo hacer entonces, abuela, en esta noche tan terri­ble?

–  Tranquilízate, pequeña. Siempre se pasa muy bien la noche de bodas. Sólo que…

–  ¿Sólo que qué?

–  Que si no quieres pasar por tontarrona, es conveniente que  no te escandalices de nada.

–  Ahora entiendo menos, abuela.

– He aquí lo que ocurrirá: de acuerdo con la costumbre, tu madre vendrá a desvestirte y te meterá en la cama.

–  ¿Mamá?

–  Si, tu madre. Es su deber. Ella lo cumplirá con resignación y coraje.

–  Oh, pobre mamá…

–  No lo dudo. Después, cuando ya estés en la cama, tu marido golpeará a la puerta y tu madre se retirará para dejarle el lugar libre.

–  ¿A quién?

–  A tu marido.

–  ¿Para qué?

–  ¿Para qué? Para que él se acueste contigo.

–  ¿Acostarse conmigo? ¡Qué horror!

–  No te voy a contradecir, querida nieta, pero es la costum­bre.

–  ¿Es que tooodas las mujeres…?

–  Tooodas. Yo, tu madre, desde que el mundo existe, todas hemos pasado por esto. Ahora te corresponde a ti.

–  ¿Y si yo me negara?

–  Harías bien en decírselo a tu marido, pero en tal caso no habría matrimonio. No se… consumaría, quiero decir.

–  Bueno, y si… ¿si yo lo permitiera?

–  Entonces: cuando tu marido se haya desnudado y metido en la cama, te tomará entre sus brazos y comenzará a acariciarte. Es necesario, en ese momento, que no te hagas la mojigata.

–  ¿Quiere usted decir que yo soy mojigata, abuela?

–  Lo que quiero decir es que los hombres no se andan con rodeos. Van directo al grano (aunque no estoy usando la expresión correcta). Ellos sólo quieren hacerse pagar su placer muy caro, y tú deberás someterte a todo lo que tu marido exija de ti.

–  ¿No podría usted decirme qué es eso que él exigirá?

–  Es bien difícil. El hombre, tú lo sabes bien, querida, es lo contrario de la mujer. Físicamente, claro.

–  ¡¿?!

–  Permíteme servirme de una comparación. Tú eres inteligente.

–  Abuela, le suplico, haga como si yo no fuera in­teligente.

–  Hmmm… Digamos que el hombre es un sable, y la mujer es la vaina del sable. Eso es todo lo que puedo decirte.

–  Cada vez entiendo menos, abuela. Si usted pudiera explicar­me de otra manera…

–  Ya te lo dije: el hombre es como un sable. La mujer… tú sabes bien cómo estás hecha, ¿verdad?

–  Como todo el mundo, supongo.

–  Eres muy inocente. Ah, esto es francamente desalentador…

La recién casada realiza nuevos esfuerzos para obtener explica­ciones claras y precisas, pero la abuela se siente al borde de la elocuencia. A cada nueva pregunta, se contenta con repetir:

–  El hombre es como un sable…

De repente invaden la habitación las hermanas y amigas de la novia, para felicitarla por su buena suerte. La abuela aprove­cha la ocasión para escabullirse, no sin antes encomendar a su querida nieta a todos los santos.

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