La extraña muerte del doctor Lengua

Por FREDDY SÁNCHEZ CABALLERO

Cuando la medicina no exigía cursos de capacitación continua a sus profesionales y la droga en los pueblos era escasa, el doctor Lengua se propuso a título personal investigar las propiedades de una serie de medicaciones y sustitutos que la gente de forma empírica usaba desde siempre. Intentó patentar una curación para la Leishmaniasis a punta de pólvora, gasolina y ceniza de yarumo, practicada por chusmeros y mineros venidos de parajes selváticos, pero con los meses se dio cuenta que la curación solo era superficial: internamente, la carne seguía pudriéndose. Recomendó durante mucho tiempo una resina para eliminar las canas y la caída del cabello, elaborada con la jagua que los indígenas usaban para tatuarse la piel y con la manteca negrita extraída de un corozo sabanero.

Al final de sus días, mucho antes del descubrimiento del viagra, el doctor Lengua se encaprichó con el más ambicioso de sus proyectos: combatir su propia inapetencia sexual. Indagó con los viejos yerbateros de la región, con los chamanes de todo el valle del Sinú, con la renombrada Trinidad Moreno, homeópata de Cotorra, experta en la lectura de orines, quien se hizo célebre por el diagnóstico certero de la muestra espesa y amarilla de una eventual parturienta, ante la cual concluyó que pertenecía a una yegua sahina cuyo potrillo a punto de nacer sería blanco y con un lucero en la frente.

El doctor Lengua experimentó con criadillas de toro, sorbete de borojó con chontaduro y semillas de sandía molidas, compuestos que distribuyó tímidamente entre sus pacientes, pero sin resultados satisfactorios. Luego, comenzó a ensayar una mezcla de ron con cáscaras de chuchuhuasi, jengibre, palosanto y otras yerbas secretas traídas desde el Amazonas. Dicha mezcla la compartió con un recién casado, que veía naufragar su matrimonio por un severo caso de disfunción eréctil, y dos noches después de probado el menjurje, víctima de una inclemente y dolorosa erección, éste tuvo que acudir de urgencia ante la homeópata del pueblo, a quien, debido a lo estrambótico del caso, no se le ocurría otra cosa que amputar. La mujer del hombre se negó rotundamente. Entre gritos de angustia, él le rogó que fueran en busca del doctor Lengua. Al llegar, este encontró el miembro del hombre forrado con sanguijuelas que en un recurso desesperado la homeópata había hecho traer de la orilla del caño para succionar su sangre. El diagnóstico del doctor Lengua fue priapismo y, aunque la succión de los bichos parecía reconfortante y el dolor mermaba lentamente, Lengua optó por practicarle una sangría hasta vaciar sus conductos venosos por completo.

«Con las fuerzas que le quedaban, le dio vuelta al cuerpo y se destrabó. Horrorizada se arrojó al río, lo atravesó a nado y se encerró a llorar en su rancho de paja». Obra en acrílico del autor de esta crónica.

Satisfecho con el resultado, y convencido de estar en el camino correcto, el doctor Lengua sabía que era cuestión de graduar la fórmula. Rebajó un poco aquí y otro poco allá, y comenzó a probarlo consigo mismo. Como la respuesta no era la esperada, aumentó un poco de esto y otro poco de aquello. Con ese compuesto demoledor llegó al planchón de los Gómez, al otro lado del río Sinú. Allí, entre oscuro y claro, lo esperaba una mulata curtida y tetona con la que todos los viernes ponía a prueba sus avances científicos. Se comió un sancocho de bagre, contrató el bote de un pescador amigo, remaron hasta la otra orilla y lo amarraron en unas matas de caña-flecha. Era una noche despejada y cálida, pero los relámpagos a varios kilómetros de distancia auguraban una posible tormenta. El doctor Lengua tomó con avidez los últimos buches del afrodisíaco, le dio un sorbo a la mujer y comenzaron su faena erótica dentro del bote. Los resultados fueron sorprendentes, su erección bestial era indeclinable. Tres horas después, entre pataleos y alaridos, la india trató de escabullirse, pero él la sujetaba contra la borda del bote para cabalgarla una vez más, sin contemplaciones.

Quizá era la medianoche cuando la mujer despertó, desmadejada. Mientras miraba las estrellas como en un sueño ajeno, descubrió que la masa enorme y desnuda encallada sobre su cuerpo no respiraba. El doctor Lengua había muerto, pero aún se sentía anclada a su sexo. Con las fuerzas que le quedaban, le dio vuelta al cuerpo y se destrabó. Horrorizada se arrojó al río, lo atravesó a nado y se encerró a llorar en su rancho de paja.

Al día siguiente, en una silenciosa procesión fúnebre, como un barco de guerra con un solo cañón apuntando al cielo, la creciente del río arrastró el bote con el doctor Lengua en su interior. Pese a su infortunio, todos los pueblos y caseríos ribereños por donde pasó, pudieron constatar con asombro la eficacia de su último compuesto. (F)

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