La insoportable soledad del inconforme

Por YESS TEHERÁN

Escribir tiene un propósito. Se escribe, sobre todo, por un sentimiento de inconformismo que se expande como una división celular inatajable.

Quien escribe, sea ficción o cualquier otro género, busca las palabras que construyan su identidad, que le ayuden a dominar esa emoción como de fastidio que bulle en su interior y a la cual no halla sentido del todo.

Dice Fernando Royuela que el ejercicio del escritor busca “reinterpretar la realidad de conocerte, de construirte y transfigurarte, porque la ficción es realidad y la realidad es ficción”.

«El pánico a la hoja en blanco se transforma en verbo atropellado, en el consuelo que brinda la metáfora, en la búsqueda de la sintaxis perfecta que se escabulle en cada intento de una frase memorable».

Tiene razón. Se busca comprender el mundo que nos tocó en suerte, la vereda, el municipio o la ciudad que habitamos (y de alguna manera nos habita); con las letras se transita una y otra vez por la infancia y los primeros amores, exploramos en la vida de los otros o nos deshacemos de la sensación de impotencia que genera un mal gobierno.

Escribir no es un ejercicio complaciente, traducir la inconformidad en una hoja de papel a veces se convierte en agonía. Si hemos de creerle a Gabriel García Márquez, escribir es como “agarrarse a patadas con las palabras”. Más que el terror a la hoja en blanco, es la necesidad de encontrar el tono, precisando y sopesando los adjetivos y los adverbios, y alguna que otra coma esquiva.

Terminas de escribir y hay un momento de sosiego, respiras ya con largo aliento, regresas a la vida cotidiana, te sumerges en la rutina de su ser interior. “Odio escribir pero adoro haber escrito”, se le escuchó decir a Douglas Adams.

El escritor inconforme nace de la falta de oportunidades, del hambre o de la incapacidad de comunicarse con otros, incluso de algo tan simple como estar conectado a una pantalla cargada de noticias desesperanzadoras. El escritor inconforme ve el mundo de una forma que quizá los demás no entienden, porque es diferente a la de los otros. Entonces, se le encuentra sentido a la frase inmortal de Saramago: “Los escritores viven de la infelicidad del mundo. En un mundo feliz, yo no sería escritor”.

El inconforme escribe sobre muchas cosas: sobre las penas de amor de todos los hombres y mujeres en cualquier parte del planeta, sobre todas las otras penas que duelen tanto como las penas del amor. El horror de la guerra, de la que siempre hay una en desarrollo. (¿Han notado que la guerra ya es lenguaje universal?). Y las palabras que con tanta frecuencia se repiten: soledad, nostalgia, desamparo, desesperación. La humanidad medra en su propia incertidumbre, pero solo el escritor está ahí para dejar testimonio. Los demás pasan de corrido.

Inevitable escribir sobre los mismos temas en medio de tiempos tan turbulentos, atados a la noria del eterno retorno. La angustia del horror que se repite, saber que no tienes en el mundo el lugar que te mereces porque unos pocos así lo decidieron.

Sobrevivir se convierte en una frustración aferrada a la boca del estómago, mientras el escritor se sabe convertido en simple número, una molécula amorfa que pasa desapercibida a los ojos de los que toman las decisiones. Generación tras generación sembrada con odio, el egoísmo como consigna, la indiferencia como rutina, la falta de empatía con los de abajo, todo convertido en eufemístico sustantivo o adjetivo, adaptados a las conveniencias: los buenos trabajadores, el indigente, el indio aquel; el inconforme visto como un vándalo, el terrorista, el mamerto.

No siempre la tarea esencialmente terapéutica que realiza el escritor al desahogarse en una hoja de papel resulta exitosa. Si falla el ánimo vital y el cáncer hace metástasis, el escritor inconforme estará perdido. El pánico a la hoja en blanco se transforma entonces en verbo atropellado, en el consuelo que brinda la metáfora, en la búsqueda de la sintaxis perfecta que se escabulle en cada intento de una frase memorable.

El escritor inconforme, sumido en su propia orfandad, solo tiene la opción de escribir para hacer menos insoportable el dolor del mundo.

Rebeca Barcelona

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