Por FREDDY SÁNCHEZ CABALLERO
Guardadas las proporciones, mi infancia fue la de un penitente, un pequeño Sísifo cargando sobre sus hombros hasta el patio trasero el peso de su culpa. Desconozco qué mandamiento transgredí o a cuál divinidad ofendí, pero aquello, más que un castigo por mi incontinencia, parecía un ritual tortuoso consistente en que no subía una roca sobre mis hombros hasta lo alto de una montaña, sino mi cama. Poco faltó para convertirme en un caracol humano. A medida que crecía tomaba conciencia de que era un hábito molesto, una mala costumbre, pero no podía evitarlo. Cada mañana debía sacar el catre de lona para lavarlo y una vez asoleado, mis hermanos me veían entrarlo incómodamente al cuarto con una risita burlona. Mi madre lo intentó casi todo hasta pasados mis nueve años, desde las palmadas afectuosas en las nalgas hasta chancleteadas iracundas cuando amarecía con el apellido en la espalda; desde el masaje con tripas de totumo asadas en la verija poco antes de acostarme, hasta los bebedizos calientes de agua de toronjil con limón. El limón y el bicarbonato no podían faltar en su recetario natural, tanto en la finca como en el solar de la casa del pueblo: una decena de palos de limón crecían a su arbitrio, pero el bicarbonato, que pese a su escaso precio había que comprarlo, ella lo encareció en las tiendas, decían mis hermanas.
Para evitar que mojara la cama, mi madre me ponía a orinar en bindes de piedra caliente o en tizones de leña hasta apagarlos, por supuesto cuidándome de recibir el humo cálido que subía piernas arriba. Me frotaba enjundia de gallina roja en las pelotas, me ponía plumas de gavilán pollero bajo la almohada, me hacía infusiones de ajo con perejil y tomillo para sacar el frío de la vejiga.
Durante años todo fue en vano. Cada mañana la lona amanecía empapada y con un mapa amorfo y amarillento esbozado al compás de mis alucinaciones, como una obra orgánica de expresionismo abstracto. Por alguna extraña conexión onírica, toda meada era antecedida por sueños húmedos en los que una enorme sensación placentera se apoderaba de mí inconsciente, era un regocijo tan indescriptible que dada su intensidad y recurrencia todavía recuerdo: yo orinando en el río donde se bañaban las muchachas, yo desde el puente sobre la quebrada dando origen a una creciente, yo desnudo en mitad de la plaza compitiendo orondo con la lluvia, yo desde la torre de la iglesia salpicando a las señoras que salían de rezar el rosario, yo de madrugada miccionando sobre el pasto humeante del potrero, yo entre la hierba alcanzando a un grillo con el chorro a tres metros de distancia…
La ventaja es que, pese a que éramos tantos en casa, dormía solo y a mis anchas, nadie quería compartir cama conmigo para evitar ser chapoteado por mis desvaríos. Cuando llegaban visitas debía restregar fuertemente el lienzo con estropajo y jabón, asolearlo largas horas para evitar el olor a berrinche, y estar atento a una lluvia repentina. En esos días debíamos ir a dormir a la otra casa. En el zarzo múltiple de la finca, era relegado a un rincón junto al techo de palma en que de día se ocultaban los murciélagos fruteros, aislado del mal dormir y las patadas de mis hermanos; nadie robaba mi sábana, nadie me molestaba, pero debía poner un plástico sobre la estera para no podrir las tablas, y de igual forma debía bajar las cobijas veteadas cada mañana, enjuagarlas en el río y ponerlas a asolear sobre las piedras de la playa. Aun así, para blanquearlas de nuevo, cada tiempo la tía Pablita las hervía y luego las levantaba a manduco entre cantaleta y cantaleta. Finalmente, en medio de la oscuridad y el montuno rugir de las fieras y pájaros nocturnos, mi padre y mis hermanos cogieron la manía de sacudirme hasta despertarme cada que a ellos les diera ganas de orinar; tres o cuatro veces en la noche, somnoliento y con frío me hacían bajar del tambo, aunque ya hubiera orinado. “Tendrán el valor de volverse a acostar”, decía mi padre cuando después de oír cantar al gallo nos sorprendía intentando subir la escalera de nuevo.
Quizá alguno de esos bebedizos o hechizos fuera efectivo, tal vez alguna de esas tretas, no lo sé. De un momento a otro el sol salió, escuché cantar los pájaros en el patio, los palos de limón habían florecido, y ya nunca más tuve que lavar el catre ni observar en las sábanas esas formas sicodélicas que tanto inquietaban a mi madre, a la que muchas veces sorprendí mirando con detenimiento, tratando de hallar en ellas un presagio o quizá el rostro de una virgen a la cual elevarle una plegaria, como la virgen del Caracol, de la que era devota la tía Pablita pese a que nunca escuchó sus ruegos, o la virgen blanca aparecida en el culo de una taza de loza castellana, que tantos milagros improbables hizo en toda la región hasta que se rompió por completo y fue arrojada al olvido.
Ahora la lona amanecía inmaculada, como un lienzo dispuesto para ser pintado, y esos desenfrenados juegos nocturnos que tanto me atribulaban fueron cosa del pasado. “Ya eres todo un varón, ahora si puedes conseguir novia”, dijeron mis hermanos, que aún después de haberse marchado mi padre, nunca abandonaron la costumbre de jalarme los pies y despertarme para que los acompañara a orinar, quizá por su inconfesado temor a la oscuridad. (F)
@FFscaballero