Por CARLOS MARIO GONZÁLEZ *
Soy un hombre arropado hace rato por los nada gratos trajes de la vejez.
Desde muy joven soñé -y puse mi modesto granito de arena en ello- con una Colombia más amable, más justa, más humana.
De mis primeros años tres recuerdos quedaron grabados con tinta indeleble en mi espíritu: mi niñez en la escuelita de mi pueblo cuando nos daban un pan a cuenta de la Alianza para el Progreso (campaña de propaganda norteamericana para toda América Latina) y, luego, mientras lo comíamos, nos bombardeaban con discursos en los que advertían que el diablo se había instalado en nuestro continente en la forma de un barbudo de uniforme verde oliva y un tabaco en la boca; después vino el horror que siendo un temprano adolescente me produjeron los inmisericordes bombardeos del gobierno a los indefensos campesinos de El Pato, Riochiquito, Guayabero y Marquetalia; tres años después fue el vil asesinato del Che Guevara, desarmado, herido e indefenso. Desde entonces lo social y lo político me parecieron ineludibles, fuere cual fuere la vida que quisiera hacer.
Desde el brumoso e inepto Guillermo León Valencia, cada cuatro años asistía al relevo presidencial encarnado por personajes que solían conjugar su inocultable ignorancia (exceptuando a Lleras Restrepo, López Michelsen y Belisario Betancur, reaccionarios como los demás, pero que algunos libros habían tenido en sus manos) con una escandalosa identificación con la barbarie.
La lista fue tan larga como larga ha sido mi vida y allí, inaugurando el siglo XXI, se sucedieron esas tres infamias nacionales que responden a los nombres de Álvaro Uribe (¿quién puede mencionar «una» idea, una tan sola, surgida del estrecho caletre de este hombre feroz con los débiles y postrado de rodillas ante los poderosos?), Juan Manuel Santos (ególatra e hipócrita como pocos) e Iván Duque (tan oportunista cuanto mediocre), aunados los tres en su deleznable labor de convertir a nuestro país en un lodazal de sangre y miseria, cosa que efectivamente lograron.
El paso de los años acendraba en mí la vergüenza que sentía ante propios y extraños por tener al frente del país a estos impresentables personajes.
La ecuación era para mí cada día más evidente: entre menos esperanzas tenía en la transformación de Colombia, más bochorno sentía por los presidentes que regían al país.
Hasta que llegó Gustavo Petro.
Yo no sé cuál será el desenlace de la lucha que hoy libramos contra la virulenta derecha de este país; de verdad, y acudiendo a un símil poco poético, la contienda política que hoy adelantamos tiene un resultado tan incierto como el del partido que enfrenta a dos equipos de futbol de fuerzas equilibradas: depende de la estrategia que tengamos, de las tácticas que implementemos, del compromiso con la propia causa, de la capacidad de reconocer y corregir errores, de la fuerza de voluntad que se ponga en juego, de la entereza para no claudicar ante los embates del antagonista, de la decisión por lograr lo que la bandera propia señala; sí, quien haga mejor las cosas ganará la partida, sea la de sacar a Colombia hacia un destino más digno, sea la de volver otros cien años a las sombras que nos han rodeado desde la Independencia.
Eso sí, es menester decir que el símil que uso tiene una notoria falla: en el partido de futbol estamos ante contendientes regidos por las mismas leyes, que asumen y acatan; en la confrontación política que libramos en Colombia no hay leyes, ni políticas ni éticas compartidas: mientras unos no tenemos ni nos permitimos más que palabras, los del frente no dudan en percutar un arma de fuego; de un lado insistimos en ser racionales y veraces, del otro no se vacila en suscitar la emoción ciega y en acudir a la mentira; del lado de acá apostamos por valores trascendentes al individualismo, del lado de allá se desprecia y se persigue cualquier conquista colectiva.
Menciono lo antedicho por señalar tres ejemplos sobre las distintas reglas con las que jugamos en el campo político de Colombia.
Pues bien, cuando la noche del escepticismo y el ocaso del tiempo se cernían sobre mí, hete acá que llega un hombre salido de las entrañas de nuestro pueblo y va y se para ante los potentados del mundo en los más diversos escenarios internacionales, va hasta allí reconocido y llamado por esos mismos poderosos a quienes, sin procacidad ni virulencia, les espeta en la cara las verdades que estos ocultan y que son causa del impresentable mundo que tenemos, que padecemos y que avanza hacia lo peor.
Y lo veo allí, en esos pomposos escenarios, él, pequeño de estatura, con el caminar de un hombre de pueblo, con un traje que nunca le acomoda y lo aleja de cualquier asomo de elegancia, con el poco pelo despeinado que resalta la imparable calvicie; pero, por contraposición, revestido de serenidad, lucidez y coraje para decir verdades que pocos se atreverían a enunciar en semejantes ambientes, verdades que no sabemos que calado tendrán en los espíritus de esos amos del mundo, pero verdades que era menester que alguien les dijera aunque no más fuera para dejar constancia que la dignidad sigue siendo la enseña de muchos seres humanos.
Lo veo hablar con la sencillez y, al tiempo, la contundencia de quien no encubre la causa por la que ha apostado la vida, esa causa que enaltece a la humanidad y sabe delatar la de quienes sacrifican las sociedades en el altar pagano de la codicia, la ambición y el egoísmo; digo, lo veo hablar y vienen a mi recuerdo las figuras de Uribe, Duque y todos los de su deplorable estirpe, y, por primera vez en mi larga vida, siento orgullo de mi presidente y de ser colombiano.
* Profesor de la Facultad de Ciencias Humanas y Económicas de la Universidad Nacional de Colombia.